Para eso, voy a elaborar primero algunos criterios metodológicos y teóricos orientados a producir una clasificación mínima de tipos de violencia que no suelen ser considerados como tales.
Desde que Max Weber propuso que el Estado es aquel ente que se reserva el monopolio del uso de la violencia legítima, parece ser que varios problemas quedaron resueltos. En principio, el de crear un sistema de clasificación institucional bastante bien delimitado por el derecho, por un lado, y las fuerzas represivas que se le supeditan, por el otro. (Ha quedado un espacio relativamente fértil de discusión en materia de derecho internacional, específicamente en lo relativo a los derechos humanos, que le disputa el poder de legitimación de la violencia a los Estados nacionales al permitir las intervenciones militares de entes supranacionales que superan su soberanía; ese debate, sin embargo, excede la reflexión que quiero ensayar en esta ocasión.)
Uno de los errores frecuentemente cometidos por muchos sociólogos y politólogos, así como por periodistas, consiste en interpretar como axiomático y moralmente inerte el criterio que Weber usa para definir la característica particular del Estado al momento de elaborar los sistemas de clasificación de la violencia. De tal suerte, la primera gran línea divisoria que se utiliza para el análisis es la de la legitimidad o ilegitimidad en el momento de su uso. Todo aquello que esté amparado por el derecho será, por decirlo de alguna forma, violencia legítima, mientras que, todo aquello que esté prohibido por el mismo será violencia ilegítima.
Con ello, se tiende fácilmente a distinguir violencia buena de violencia mala (esto incluso a pesar que se argumenta la asepsia moral), siendo ambas violencias definidas por la fuerza legitimadora de un Estado que se supone racionalmente neutro. Eso quiere decir que el Estado no estaría persiguiendo ningún fin o siendo determinado por ningún interés ulterior a sí mismo. O, en otras palabras, sería igual a pretender que el Estado se encuentra más allá de la historia, por lo que es, al mismo tiempo independiente de los sujetos que administran sus instituciones de derecho y de violencia. ¿No resulta absurda la interpretación que estos “analistas” hacen de Weber?
Lo que nos aporta, en consecuencia, considerar la “naturaleza” histórica del Estado, es terminar finalmente con una forma-Estado abstracta. Es decir, ya no estaremos analizando más al “Estado” como una singularidad universalmente replicable, sino que estaremos hablando de Estados históricamente configurados y determinados por intereses concretos.
Es necesario, pues, comprender cuáles son esas determinantes históricas de la violencia “legítima” que monopolizan los Estados para elaborar, entonces, un referente de análisis diferente que nos permita evaluar el criterio moral en el uso de la violencia e, incluso, sustituirlo por uno ético.
Nuevamente Weber nos propondría que es importante comprender al Estado develando cuál es su sentido mentado; es decir, estudiarlo como una organización “racional” con respecto a fines. De esa cuenta, deberíamos preguntarnos cuáles son esos fines particularmente en el caso de la conformación del Estado guatemalteco (¿acaso el bien común?). La respuesta a esa pregunta se encuentra, nuevamente, en la historia nacional, claro.
Si se considera que el Estado guatemalteco, como lo conocemos hoy, se configura a finales del siglo XIX, con el despliegue de la “industria” finquera (cafetalera), valdría la pena, entonces, seriamente preguntarse qué tanto ese impulso “original” resultó determinante en el establecimiento de los fines que a partir de entonces perseguiría. Valdría igualmente la pena preguntarse, en consecuencia, qué violencia está siendo considerada “legítima”, como monopolio del Estado, y qué violencia está siendo considerada ilegítima. Y más aún, ¿si estamos hablando esto únicamente de decretar estados de sitio, el despliegue de tropas combinadas, la ejecución de la pena de muerte y la represión de las protesta social, o también de la bestial desigualdad manifestada en niños muertos de hambre y enfermedad, de gente soterrada en el olvido y la miseria, amenazada de muerte por la lluvia?
La hipótesis que propongo, en principio, es que el Estado guatemalteco legitima aquella violencia relacionada con el orden finquero, mientras que hace ilegítima, especialmente, toda aquella violencia que lo amenace y, por su parte, la violencia que amenaza a la mayoría de “ciudadanos”, relacionada con el hambre, la miseria y la injusticia social, le vale un comino.
Continúo en dos semanas…
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