Sobre todo el miércoles. El miércoles me desperté como cualquier día, y como cualquier día, lo primero que hice fue leer las noticias. Eran las 8 y algo de la mañana y al conectarme al mundo me dieron ganas de apagar todo, irme a meter debajo de mi cama y no salir más. Las noticias de seis mujeres muertas, entre ellas tres niñas, fueron un balde de agua fría.
Me invadió un sentimiento de rabia, de impotencia, de indignación insuperable. Pensé en mi vida, que ha estado definida por muje...
Sobre todo el miércoles. El miércoles me desperté como cualquier día, y como cualquier día, lo primero que hice fue leer las noticias. Eran las 8 y algo de la mañana y al conectarme al mundo me dieron ganas de apagar todo, irme a meter debajo de mi cama y no salir más. Las noticias de seis mujeres muertas, entre ellas tres niñas, fueron un balde de agua fría.
Me invadió un sentimiento de rabia, de impotencia, de indignación insuperable. Pensé en mi vida, que ha estado definida por mujeres maravillosas. Mi madre, mis hermanas, mis primas, mi tía, mis abuelas, mis amigas, mis compañeras. Todas increíbles, que me han apoyado y me han llevado a ser quien soy. Perder a una de ellas violentamente sería terrible, no me lo imagino. No me imagino el dolor que sentirán las familias que perdieron a una hija, una hermana o en el caso de lo ocurrido en Zacapa, a una madre e hija al mismo tiempo. Sin embargo, es una realidad en este país, que jugamos a la ruleta rusa cada día, incluso si no salimos de nuestra propia casa, y ser mujer parece solo aumentar nuestro riesgo. Como dije aquí la semana pasada, nuestra cultura es una de poco valor a la vida, es una cultura de prejuicios que afloran rápidamente, de dedos que señalan que “en algo estaba metido”. En este tipo de ambiente, la impunidad y la violencia florecen.
Al pasar la mañana, vi en un noticiero que se acercaron a Jorge Briz, el presidente de la Cámara de Comercio, para pedirle un comentario sobre lo sucedido. Su declaración fue más o menos así “es terrible, en cualquier lugar del mundo esto generaría grandes manifestaciones de repudio”. Le faltó decir “pero aquí estamos educados para quedarnos sentados y solo decir ‘¡qué barbaridad!’”. Esa fue la gota que derramó el vaso para mí. Hice un cartel, relativamente pequeño, diciendo REPUDIO TOTAL: 6 mujeres y niñas asesinadas hoy. NI UNA MÁS! Y me fui a la calle. Conseguí seis rosas blancas y llegué al Parque Central. Vi los resplandecientes anuncios de la prosperidad y oportunidades que según el Gobierno llegarán (mágicamente) este año y me decidí por la bandera frente al Palacio Nacional. Pegué mi cartel al pie del asta, puse las flores y me fui. Nadie me puso atención, nadie se fijó en mí, nadie me preguntó nada. Regresé luego a mi casa y valoré más que nunca poder hablar con mis hermanas, con mi mamá, con mis abuelitas, con mis amigas.
Yo sé que un cartel no va a cambiar nada, solo espero que alguien lo haya visto, alguien más haya pensado y reflexionado un poco al leerlo. Quisiera pensar que para la tarde estaría rodeado de cientos de flores y muestras de apoyo, pero soy realista y sé que probablemente hasta se hayan robado las rosas que yo dejé. Por la tarde, la Fundación Sobrevivientes convocó a una vigilia frente al MP y aunque no pude ir, me ayudó a sentirme un poquitín mejor. Lo que importa al final del día son esas pequeñas muestras de humanidad, de reflexión y solidaridad, porque eso es lo que nos hace sobrevivir. Porque tenemos que encontrar cómo derrotar el sentimiento de impotencia y no dejarnos vencer por las ganas de meterse debajo de la cama. De alguna manera, tenemos que evitar que la mierda se rebalse y nos pase por encima y en cambio, pasar nosotros por encima de la mierda.
Por las mujeres maravillosas, por esas niñas y mujeres que perdieron la vida. NI UNA MÁS
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