En plena vorágine de una nueva guerra en África, realizamos por carretera el trayecto Bamako-Kayes a 600 kilómetros de la capital y situada en la región occidental, con la incertidumbre de poder encontrar algún grupo salafista en el camino.
Dejamos Bamako entre la esperanza de la gente por la intervención francesa y llegamos a Kita, sede del ejército que protagonizó el golpe de Estado en marzo. Sanogo, el coronel que maneja los hilos en el país ha partido hacia el frente, para intentar...
En plena vorágine de una nueva guerra en África, realizamos por carretera el trayecto Bamako-Kayes a 600 kilómetros de la capital y situada en la región occidental, con la incertidumbre de poder encontrar algún grupo salafista en el camino.
Dejamos Bamako entre la esperanza de la gente por la intervención francesa y llegamos a Kita, sede del ejército que protagonizó el golpe de Estado en marzo. Sanogo, el coronel que maneja los hilos en el país ha partido hacia el frente, para intentar recuperar el protagonismo que parece estar perdiendo. Cuando llegamos a la atalaya que mira Bamako apenas a unos kilómetros de distancia, uno se siente más seguro al ver cómo los cañones en el cuartel de Kita se quedan atrás apuntando a la capital. Tal vez olvidaron cambiarlos de posición después del golpe. Cuando se ve el edificio, es difícil pensar que entre estas murallas de hormigón sin mayor protección radique la élite del ejército maliense y se comienzan a explicar algunos de sus problemas para contener a los yihadistas.
El viaje transcurre entre los guijarros de una tierra poco agradecida. Los baobabs van apareciendo poco a poco conforme nos vamos acercando a occidente y alegran como elementos aislados un paisaje desolador. La ruta es mejor de lo que imaginaba, como una nacional española de hace unos años, con muchos socavones lo que hace que peguemos algunos saltos en la furgoneta. El chofer aprieta el acelerador, tal vez presa del miedo o tal vez solo tenga ganas de ver a su familia. La sucesión de hechos extraordinarios que los malienses han vivido en los últimos meses hace que hayan perdido la sorpresa y parecen vivir la guerra con total normalidad.
Comienzan a verse más rebaños en una zona tradicionalmente trashumante, cuestión de base de numerosos conflictos hasta ahora con Mauritania. El futuro, sin embargo, es más negro, pues muchos malienses culpan a Mauritania de no hacer nada para controlar a los grupos que dominan el norte y la acusan incluso de apoyarlos. De repente, el minibús no puede evitar el choque con una oveja que cruzaba la carretera. El cuerpo humano soporta con menos resistencia los sustos en estos días. Detenemos el vehículo. Los daños son mínimos pero la oveja yace en la cuneta. Apenas a cien metros, el pastor nos mira con los ojos calmos y serenos del tiempo. Intuyo que pide una respuesta, pero sorprendentemente no articula palabra y seguimos camino.
Llegamos a Djema y paramos para llenar el depósito y comer. Apenas 20 minutos para explorar un cruce de caminos en las rutas hacia Senegal y Mauritania. Entre los tenderetes nos sentamos como cuando uno elije un restaurante de un paseo marítimo cualquiera. Un poco al azar, la mujer con un niño a la espalda que comienza a llorar nos sirve un plato de arroz con salsa de tomate, 45 céntimos de euro. Desde el banco de madera veo entre la nube de arena la carretera que lleva a Mauritania. Apenas a 200 kilómetros por esa ruta se encuentra Diabali, la ciudad tomada por los yihadistas. El vértigo aparece y aceleras el paso de la cuchara. En esta misma ciudad, una pick up de barbudos armados, secuestró a un sexagenario francés que conducía tranquilamente hacia Bamako. Malos tiempos para el turismo en Mali y Mauritania. Pienso un rato en este tipo y un chiquillo me pide el plato a medio acabar. Una lata vacía de tomate le sirve de plato donde devora mis sobras. Seguimos camino y aprovecho la cobertura telefónica para pedir información sobre la guerra a un amigo. En la mayor parte del camino vamos sin cobertura en los móviles. Aún nos quedan más de 300 kilómetros y los rumores y el miedo se instalan en la furgoneta.
Llegamos tras siete horas de ruta a Kayes y un cartel nos saluda. La vida parece no estar pendiente de la guerra y el ambiente parece más distendido que en Bamako. En ciertas zonas, supongo que no hay tiempo para detenerse. El hambre aprieta el cinturón y los islamistas aún están lejos. La tarde cae con calma buscando el mar que parece más cercano por la grandiosidad del río Senegal, aunque aún muy lejos. Nos acomodamos cansados por el largo viaje y la tensión. Por fin, el ruido desaparece. En la guerra, como en la vida, los rumores y la propaganda a menudo desplazan a la información. Busco el silencio como aliado antes de tomar una cena ligera con abundante cerveza. Tan solo busco hundirme en la cama donde nada de esto existe.
* El autor es Licenciado en periodismo y ciencias políticas, trabaja en la actualidad para Oxfam en Mali dirigiendo el departamento de desarrollo. Además estuvo en La Haya y Nueva York colaborando con la Coalición por la Corte Penal Internacional y la Fundación del Colegio de Europa en Bruselas.
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