Su caso, al final de cuentas, merece esa atención, pues son escasos los países que tienen el privilegio de contar en su historia reciente con exmandatarios acusados y condenados de lavado de activos en Estados Unidos. El caso Portillo es, a lo sumo, un caso extraño, pues, absuelto en Guatemala por apropiación indebida de bienes públicos —aunque sus cuentas millonarias en Suiza estén congeladas y nunca haya dado razón de cómo se hizo de semejante riqueza, mientras que sus cómplices sí tienen sentencia firme—, fue condenado en Estados Unidos por lavado de dinero luego de haber aceptado no solo ese crimen internacional, sino, lo que es aún peor, que el dinero sí provenía de una acción ilícita: apropiarse de fondos provenientes de la cooperación taiwanesa. Solo que de ese delito nunca fue acusado ni en Guatemala ni en Taiwán, y las relaciones entre ambos países continúan tan amigables, como si sobornar o quedarse con dinero del otro fuera cosa normal en las relaciones internacionales.
El valentón profesor universitario que en los años 1980 asesinó en plena vía pública, en la ciudad mexicana de Chilpancingo, a dos jóvenes desarmados modificó su tono en la cárcel estadounidense. Ahora se declara total y absolutamente arrepentido de sus faltas, aunque, fuera de quedarse con el dinero taiwanés, de ninguna otra acción se ha confesado públicamente culpable.
Las encuestas realizadas para Canal Antigua en diciembre de 2013 y en julio del año pasado lo relanzaron al estrellato político, pues, al preguntar quién fue el mejor presidente, 46% en una y 52% en la otra lo situaron como el mejor. Esta sola respuesta hizo pensar a muchos que un presidiario sería capaz, con solo un anuncio de televisión, de modificar cualquier tendencia electoral. Para justificar la afirmación se dice que en 2011, con solo haber dicho desde la cárcel que su candidato era Mario Estrada, este alcanzó 8.7% de los votos (385 932). Sin embargo, Estrada estaba en su segunda campaña y en la primera había obtenido la tercera parte de ese caudal electoral, de modo que en esos cuatro años incrementó su labor clientelar en el oriente del país, de donde provinieron la inmensa mayoría de sus electores.
El supuesto es falso, pues en el país ha sido demostrado hasta la saciedad que ningún político es capaz de endosar significativamente su caudal electoral a otro candidato. Álvaro Arzú es claro ejemplo de ello. Si Alfonso Portillo pudiera trasladarle 200 000 votos a su imitador, lo que es dudoso, no significa que simplemente todos los que lo califican como el mejor presidente vengan a hacerle caso en esta campaña y a votar por el que él ungiese.
Pero, al margen de la pompa de jabón que la imagen de Alfonso Portillo puede resultar en cualquier proceso electoral, lo sintomático y bochornoso de la forma de hacer política en el país es que políticos y electores de distintas edades y corrientes consideren que su opinión y su liderazgo pueden resultar beneficiosos para el país. Sin mayor acto de contrición, desde las cárceles en Guatemala y Estados Unidos, y ahora libre, habla de la urgencia de transformaciones profundas del sistema político y electoral del país, a lo que resulta obligado preguntar qué hizo él por abanderar esas reformas cuando tuvo un caudal electoral tan significativo como el que obtuvo en 1999.
Es evidente que, si en el país hubo un político que tiró por la borda todo el apoyo ciudadano que con su discurso vehemente y antioligárquico obtuvo, ese fue Alfonso Antonio Portillo. Pero para llegar al poder no tuvo ningún prejuicio moral. Se alió con Efraín Ríos Montt, lo defendió y confabuló en favor de este. Hizo de su autoritarismo el punto de partida para su discurso supuestamente popular y progresista. Sin mayor criterio moral pagó sobresueldos a ministros y subalternos con fondos del Estado Mayor Presidencial, tal y como lo narró en su entrevista a Plaza Pública del 22 de marzo de 2013, hecho nunca negado por los beneficiarios. Considerándose emperador, decidió enfrentar monopolios estimulando a nuevos ricos con fortunas de dudoso origen, como el apoyo a la familia Méndez Ruiz para importar pollo sin aranceles. Pero, por el contrario, no hizo el más mínimo esfuerzo por dignificar la política, mucho menos por promover reformas profundas del sistema político cuando contaba con una bancada mayoritaria.
Alfonso Portillo tuvo sus cuatro años de fama y esplendor, los que dilapidó en el desesperado afán de hacerse millonario con un discurso popular. Hijo de su tiempo y de sus circunstancias, fue incapaz de actuar contra los intereses realmente establecidos, los de los viejos y nuevos ricos, y jugó a crear y ser él un nuevo rico y a exigir lugar en la mesa a los que consideraba sus opositores. Vanidoso y soberbio, se aferra a su pompa de jabón imaginándose una estrella capaz de indicar el norte al futuro del país.
Hoy los políticos de los distintos y diversos signos tienen ante sí una decisión simple y concreta: o se aferran a esa pompa de jabón en la ilusión de que los hará ganadores, o responsablemente se distancian de su discurso y sus prácticas declarando no sólo sus intensiones y programas, sino, además, el origen y la totalidad de sus bienes.
Ahora ya no hay cheques de Taiwán ni maletines con efectivo del Estado Mayor Presidencial, pero a pesar de ello hay casas lujosas en Chimaltenango, centros comerciales y cultivos de brócoli y aguacate que producen millones. Sin embargo, los electores tenemos ahora más voz que antes, y tal vez, quién quita, ya no nos engañan las pompas de jabón.
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