De una parte, el evento electoral que llevará a la elección para la presidencia, la vicepresidencia, el Congreso y las municipalidades. Por la otra, el ejercicio legislativo que incluye el debate y el visto bueno para una ampliación presupuestaria que tiene, entre otros destinos, el soporte financiero al sector justicia —Organismo Judicial (OJ), Instituto Nacional de Ciencias Forenses (Inacif), Instituto de Defensa Pública Penal (IDPP) y el Ministerio Público (MP)—.
Aparentemente, ambos procesos no están conexados. Uno, el electoral, camina en su propia dinámica mientras que el otro, el legislativo, padece de un tortuguismo inexplicable. Mismo que se aprecia artificial y artificioso, cuando se comprueba que la lentitud responde a los propósitos que define el primero.
Y es allí, precisamente, en donde empieza a dibujarse la perversidad que lo reviste. El proceso electoral en marcha colorido por demás, tiene al electorado escuchando a cuales más bizarras propuestas para enfrentar la situación de inseguridad. Desde el estribillo de seguridad democrática —hasta ahora vacía de contenido—, ofertada por el Partido Patriota (PP), hasta el graznar incesante del partido Libertad Democrática Renovada (Lider), que promulga ejecuciones inmediatas, ofrece una guardia nacional y asegura que lo puede hacer reduciendo los impuestos.
Sin distingo, el manojo de propuestas utiliza como gancho la seguridad y habla de soluciones casi mágicas para lograrla. Sin embargo, son precisamente el PP y Lider las fuerzas políticas que en el Congreso obstruyen sistemáticamente y mediante una apuesta perversa, la posibilidad de garantizarle recursos al sector justicia. Recursos que le son necesarios precisamente para avanzar y fortalecer los procesos judiciales que se impulsan contra estructuras criminales que siembran de inseguridad el territorio nacional.
Es comprensible que los entes políticos oferten de la mejor manera sus propuestas, las cuales pueden y deben ser analizadas por la sociedad, en toda su dimensión. Es comprensible y aceptable también, que se valgan del juego político como mecanismo de impulso para sus líneas de acción. Es decir, si un ente partidario tiene en efecto una línea programática que se propone impulsar, es dable y hasta legítimo que promueva acuerdos, que movilice ciertos niveles de presión y distintos elementos del entramado político para negociar con fuerzas aliadas o adversas.
No obstante, en las circunstancias actuales, lo que se aprecia es una apuesta perversa encaminada a tensar al máximo, con riesgo de que reviente, el hilo de la presión política. Un hilo del cual pende la posibilidad de que el sistema de justicia —que en teoría debiera quedar al margen de la disputa electoral— entre en crisis antes de la fecha de elecciones.
Esa perversidad en el juego no toma en cuenta a las víctimas de crímenes de distinta naturaleza cuyos esfuerzos por alcanzar justicia se verán aniquilados si el sistema llega al colapso. No considera que muchas de esas víctimas han evidenciado un valor sin precedentes para convertirse en acusadores, testigos o denunciantes. No valora que ese humilde esfuerzo, sumado caso a caso, aporta mucho más al sistema y a la democracia, que las vanas y superfluas ofertas contenidas en los estribillos de campaña.
Más de este autor