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Un western en el Medio Oriente

El rodaje se convierte así en un ejercicio de funambulismo. ¿Qué pasa si nada bueno se le ocurre al director? ¿Y si la presunta buena idea, en la edición resulta que no era tan buena?
Desde hace unos diez años, la producción cinematográfica de Guatemala ha aumentado significativamente. Cada año se realizan alrededor de diez películas, algunas de las cuales son dirigidas por improvisados cineastas de los departamentos.
Julio Hernández en acción.
Bajo el cielo.
El director en el desierto.
Un western.
El equipo.
Un momento de concentración.
El Rey.
Las indicaciones.
La forma de disparar del director.
Quitando la maleza.
El refugio de los narcos.
sobre el desierto guatemalteco.
Un momento a solas.
La merienda.
La locación.
El director.
Las indicaciones del director.
Herida sin sangre.
Sus películas
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Un western en el Medio Oriente

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Al ver que los Zetas avanzaban hacia su casa, Andrea entró en pánico. Recogió los paquetes de droga y los lanzó hacia ellos, pidiendo a gritos que se fueran. “¡Váyanse a la mierda!”, rugió. Pero siguieron avanzando. Tomó un machete y los amenazó. Gesto desesperado e inútil: un disparo silencioso la hizo caer al suelo, herida mortalmente. “¡Corte!”, gritó el director de la película, Julio Hernández. “Muy bien, pero vamos a hacer otra toma”.

Andrea se levantó y se sacudió el polvo. Los Zetas bajaron sus armas de cartón pintado, borraron de su rostro la expresión malévola, sonrieron, comentaron. Los técnicos hicieron ajustes. Julio Hernández dio nuevas indicaciones. Vuelta a empezar:

–Corriendo –avisó el sonidista.

–Corriendo –añadió el director de fotografía.

–Casete 17, escena ataque de narcos, toma 8 –recitó el gerente de producción haciendo sonar la claqueta.

–¡Acción!

Al ver que los Zetas avanzaban hacia su casa, Andrea entró en pánico (…)

Julio Hernández, el cineasta guatemalteco que más premios ha ganado en festivales internacionales, acaba de terminar el rodaje de su quinto largometraje titulado “Ojalá el sol me esconda”. Los paisajes áridos, desolados de El Progreso, el Medio Oriente de Guatemala, son el escenario principal de este proyecto que el director define como un Western Punk.

El filme cuenta la historia de Héctor (Héctor Mazariegos), un joven k’iché’ originario de Totonicapán, líder de una banda de Punk Rock llamada Warning. Él y su novia Ceci (Cecilia Porras) sueñan con tener su propio bar, pero para eso les falta dinero. Un día, yendo a la aldea a visitar a su hermana Andrea (Andrea Ixchiú), Héctor se entera de que una narcoavioneta se ha estrellado no muy lejos de la casa familiar. Los dos hermanos deciden ir a ver, y entre los escombros del aparato encuentran varios kilos de cocaína. “Es un poco como una tragedia griega”, explica Julio Hernández. “Se sabe que va a terminar mal porque quien le roba a un narco es difícil que salga bien librado”.

El verdadero protagonista de esta historia es sin duda el paisaje, las colinas marrones y amarillas, la vegetación poco amigable, matorrales espinosos, cactos y nopales, el Motagua vuelto un riachuelo tóxico que trata de abrirse paso a través de su anchísimo cauce pedregoso. Los zopilotes, atraídos por un basurero cercano, le agregan a estos páramos asolados un toque siniestro. Imposible imaginar un cuadro más cinematográfico: sólo le falta la silueta de Clint Eastwood masticando una colilla de cigarro.

“El paisaje me produjo una adrenalina muy fuerte. Es un paisaje hermoso, pero a la vez es feo, es sucio, es árido, no es un paisaje de postal. Tengo la convicción de que la fealdad tiene belleza: todo depende de cómo lo mires y cómo pongas la cámara”, reflexiona Julio.

El ambiente hostil que se desprende de las locaciones da fuerza a la historia. Historia parecida a las que cuentan los habitantes: un terreno tiznado en el que yacen osamentas de vaca y cascos de botella, a la par de las ruinas de una construcción, fue escogido como la guarida de los narcos de la película. Un hombre de lugar contó que un aserradero estaba allí antes, pero fue incendiado, y su dueño asesinado por una cuestión de deudas.

Amateurismo e improvisación

Nadie del elenco de “Ojalá el sol me esconda” había rodado nunca una película. Julio Hernández prefiere trabajar con actores no profesionales. Por eso sus cintas desconciertan: los códigos de interpretación de Hollywood o de las telenovelas están ausentes en ellas. Una cierta monotonía se desprende de las actuaciones; tanto la alegría como la pena, la crueldad como la generosidad, son representadas con el mismo tono algo melancólico e indeciso. “Me gusta esa textura, me entusiasma la actuación plana”, explica Julio, quien admite seguir a Robert Bresson, cineasta francés que trabajaba exclusivamente con actores no profesionales, a los que llamaba modelos. “A los actores sólo les pido que mientan, y mentir todo el mundo lo puede hacer”, añade el cineasta.

Cuando Julio contacta a un amigo o conocido suyo para ofrecerle un rol, siempre se topa con una reacción de sorpresa. Héctor Mazariegos lo cuenta así: “A finales de noviembre, Julio me dice: fijate que sos el protagonista. ¿De dónde?, si yo no sé nada de cine, pensé. Las únicas veces en que he actuado fue en primaria, haciendo presentaciones de dramas bíblicos”. Andrea Ixchiú también tuvo sus recelos al principio: “Yo le dije: Julio, ¿estás consciente de que yo no soy actriz, y de que si sale algo mal es tu culpa?”

Los actores principales de sus películas en realidad se interpretan a ellos mismos. Como el personaje de “Ojalá el sol me esconda”, Héctor Mazariegos es originario de Totonicapán y es uno de los pioneros del Punk Rock en Guatemala con su banda Warning. “Vos, sos vos, me dijo Julio. Sólo tenés que ser natural”, recuerda el músico de 42 años. La sinceridad a la que aspira Julio en su cine quizás no podría obtenerse con actores experimentados desplegando su abanico de recursos y trucos de academia.

En “Ojalá el sol me esconda”, Julio pretende “retratar a dos chicos indígenas de Guatemala que son como cualquier otro chico de cualquier barrio de Guatemala. Retratar cierta juventud que tiene más cosas cercanas que diferencias”.

Andrea Ixchiú define así a su personaje: “No es una típica chica indígena: tiene el pelo corto, usa jeans, usa Vans, quiere aprender batería, le gusta el punk, ha cambiado su hablado. Sin embargo, hay cosas que la mantienen apegada porque vive con sus papás, sabe sobre los nahuales, sobre los conflictos sociales en su comunidad”. Nadie corresponde mejor a este perfil que la propia Andrea Ixchiú. “Yo he pasado por eso: definirte como indígena k’iche’, pero sos roquero, no usás el traje, no hablás el idioma, de repente desafiás algunas costumbres, algunos patrones esencialistas del comportamiento indígena”, agrega Andrea, de 25 años, quien es presidenta de la Junta Directiva de Recursos Naturales en la Asamblea de los 48 cantones de Totonicapán.

Marginales y outsiders

Las temáticas que aborda Julio Hernández en su cinematografía son casi siempre densas, pesimistas. Al cineasta le gusta provocar, meter el dedo en las heridas del país. Gasolina, su primer largometraje, mostraba el paseo nocturno de tres adolescentes de clase media urbana. Algo tontos, algo rebeldes, bastante irresponsables, simpáticos hasta que al final, un accidente revelaba el monstruoso racismo que puede surgir de los capitalinos comunes y corrientes. “Marimbas del infierno” narraba el improbable encuentro entre un marimbista desempleado y un rockero. Valiéndose de escenas de comedia, la cinta lograba sin embargo mostrar, gracias al personaje del Chiqui, a esa juventud cuya única perspectiva es oler pegamento y alcohol etílico.

“Polvo” es sin duda la cinta más oscura de Julio Hernández. Ésta hurga en los traumas que dejó el genocidio, y muestra algunos aspectos más terribles de las comunidades rurales: los linchamientos y las delaciones. El estreno de “Polvo” en Guatemala, realizado en el 2011 en Santa María de Jesús, fue interrumpido por un grupo de pobladores afines al Partido Patriota que aseguraban que la actividad era un ataque contra su candidato presidencial.

“Para mí esto es Guatemala”, comenta Julio acerca de su cine. “Es un país muy violento y muy racista. Eso no me gusta. Y una de las maneras de decir que no me gusta es hacer este tipo de historias, que sé que a muchas personas les incomoda. Para mí el cine debe reflejar tu realidad, tu contexto, decir de dónde vienes y por qué sos así”, explica el director.

En la cinematografía de Julio abundan los personajes insumisos, marginales, en conflicto con la sociedad y los buenos modales. Según él, esto tiene que ver con su propia historia y personalidad. “Yo soy clase media, pero me siento algo marginal. Soy una persona con un desarraigo muy fuerte. Nací en Estados Unidos, pero sólo estuve allí dos años. Estuve más de 18 años en México, viví casi 15 en Guate, viví un tiempo en Costa Rica. Te podría decir cien razones por las que me siento un outsider, por el tipo de camarita que estoy utilizando, por estar haciendo cine en Guatemala, un cine no comercial, por no tener un ingreso fijo. Los personajes marginales le dan humanidad a la historia, le dan fragilidad, la gente se puede identificar con la fragilidad”.

La soledad del cineasta laureado

Sergio Ramírez, director de la película “Distancia”, que obtuvo el premio del jurado en el Vancouver Latin America Film Festival de Canadá, define así la posición de Julio Hernández en el cine guatemalteco: “Julio es un cineasta que ha abierto brecha. Con la excepción de Luis Argueta, no había habido cine guatemalteco en festivales internacionales. A la mayoría de festivales a los que fui con “Distancia”, ya había ido Julio. Y la gente te dice: ah sí, de Guatemala conozco a Julio Hernández. Es el referente del nuevo cine guatemalteco, por llamarlo de alguna manera”.

Julio, quien ha obtenido más de 30 premios internacionales con sus cuatro largometrajes, minimiza la importancia de esos galardones. “He ganado premios, sí, pero tampoco es que me sienta muy orgulloso cuando dicen que soy el que más premios ha ganado, porque Guatemala no significa mucho cinematográficamente. Los premios son tan subjetivos. No es como en el deporte, en que gana el que llega más rápido. Nunca sé si los premios son por ser exótico, por ser del Tercer Mundo o porque la película les gusta”.

Los galardones pueden tener un efecto paralizante sobre el artista. “Los premios generan expectativas que yo no puedo llenar. Más bien me gustaría vivir de mi trabajo. Eso sería un premio mucho más interesante,” afirma.

Julio lamenta además que los premios le hayan traído cierta soledad. “Antes tenía más amigos. El que ahora tenga menos no es decisión mía. No sé si estoy exagerando, pero siento que hay gente con quien ya no puedo hablar. Y sí extraño ciertas pláticas”.

Los guiones son para buscar fondos

Ritmo lento, planos secuencia largos, cámara estática, acciones que se salen del cuadro, actuaciones planas son parte de la marca de fábrica del cine de Julio. Otra particularidad es que nunca se basa en un guión. “Ojalá el sol me esconda” se rodó a partir de una historia de cinco o seis líneas.

En la sobremesa de una cena, después de un día de rodaje, Julio Hernández dijo: “los guiones sólo sirven para buscar fondos”. Toda una declaración de principios.

“No me considero tan bueno para los diálogos. Puedo crear diálogos en el momento, viendo la situación, conversando con los actores. El problema, si les das líneas a los actores, es que se las memorizan, como un niño que se sabe el himno nacional pero no lo siente. Le huyo a los diálogos de papel”, explica el director. Los actores, por su parte, agradecen no tener que aprenderse un guión de 150 páginas.

Todo se crea sobre la marcha. A lo largo del rodaje, entre toma y toma, es habitual ver a Julio deambulando cabizbajo, con la mirada perdida: está imaginando la escena siguiente. Luego, se sienta con los actores, y se las explica. De esa conversación surge un diálogo y una serie de acciones: Julio aporta sus ideas, los actores las suyas. Se hace un ensayo antes de poner a correr la cámara. Luego, se repite la escena una y otra vez hasta el agotamiento. Antes de cada nueva toma, Julio va puliendo los diálogos, habitualmente quitándole elementos.

–¿Les molestaría aparecer en calzoncillos haciendo Tai Chi? –les pregunta Julio a sus tres Zetas.

Los actores cruzan miradas entre ellos, sin decir nada. Julio reitera la pregunta.

–Vinimos a trabajar, no a hacer caras –contesta Alejandro Rendón, rockero integrante del grupo Dr. Tripass.

Sin embargo, nadie en el set logra imitar los movimientos del Tai Chi. Julio debe encontrar otra idea.

– ¿Y qué tal si bailan breakdance?

Ninguno se siente capaz.

–Yo sé bailar sones – ofrece Víctor Moreira, el jefe de los narcos.

Diez minutos y tres ensayos después, una escena de comedia muy divertida ha sido montada de la nada.

El rodaje se convierte así en un ejercicio de funambulismo. ¿Qué pasa si nada bueno se le ocurre al director? ¿Y si la presunta buena idea, en la edición resulta que no era tan buena? “Tiene que ver con la adrenalina, el juego, el azar, la apuesta. Estoy apostando todo en una tirada. Eso me seduce. Estoy arriesgando el pellejo en cada plano”, afirma Julio Hernández. El referente para este tipo de rodaje se encuentra nuevamente en Robert Bresson, quien decía: “Me obligo a no pensar, me obligo a tener una idea espontánea. A veces no viene, la fuerzo, a veces viene mal. Pero es mi forma de trabajar”.

–Julio, ¿ya sabés cómo acaba la historia? –le preguntan en la tarde del penúltimo día de la grabación.

–Ayer sabía –contesta–, pero ya se me olvidó.

Quizás sea esta forma de trabajar la que da a las películas de Julio Hernández su atmósfera y la sensación de que se está ante una obra inconclusa, un rough cut al que aún no se le han borrado los pequeños defectos. Si en el cine comercial esto es inaceptable, en el cine de autor se admite que una película no busque la perfección formal. Julio lo asume perfectamente: “Mis películas son como pequeños diarios de notas de cosas que voy a hacer en la siguiente película. Siento que estoy haciendo demos para cuando tenga mejores condiciones”.

Cine pobre

“Ojalá el sol me esconda” tiene un presupuesto de $19,000. Es muy poco para una película. El dinero proviene de un premio que le otorgó un fondo europeo de apoyo a la cinematografía al presentar “Hasta el sol tiene manchas” en un festival argentino. La única condición: que se realice la película con un co–director europeo, en este caso la croata Petra Zlonoga. Finalmente, Zlonoga no pudo ser parte del rodaje, y su participación se limitará a la incorporación de pequeñas animaciones en la versión final de la cinta.

Cuando Julio Hernández rueda una película, se entremezclan íntimamente una filosofía artística muy bien definida y limitaciones de presupuesto muy fuertes. El ajustado presupuesto del que Julio dispone sólo le permitió dos semanas de rodaje. Muchos directores considerarían que es insuficiente para un largometraje, pero por otra parte, la urgencia y el riesgo son partes intrínsecas de la forma de trabajar de Julio. Con ese dinero tampoco se puede alquilar una cámara de alta gama. Una pequeña Sony casera que consiguió prestada es su herramienta de trabajo. Esto tampoco compromete el resultado final: a Julio le gustan las imágenes de grano grueso, casi borrosas, que se alejan de la perfección estética del cine de Hollywood.

Los decorados también obligaron al equipo de producción a ser creativos. ¿Cómo conseguir una avioneta accidentada, cuerpos humanos decapitados, cómo armar a los narcos con un surtido de armas de fuego? La respuesta elegida por Julio Hernández fue pintar estos elementos sobre paneles de madera o cartón. Todo gracias a la complicidad de dos artistas visuales, Alberto Rodríguez Collia y Andrea Mármol. El resultado es muy extraño: la ilusión funciona porque Julio suele colocar la cámara lo más lejos posible de la acción, pero a la vez desconcierta: no cuadran las luces, los colores se ven raros. La película se aleja así del realismo y consigue una suerte de distanciamiento: lo que se ve no es la realidad ni pretende serlo. El espectador debe saber que está ante una ficción y que nadie busca engañarlo. En vez de intentar hacer cine rico con un presupuesto pobre, el cineasta prefiere buscar soluciones originales a sus problemas de producción.

 –¿Cómo sería tu cine si tus presupuestos no fueran tan estrechos?

–Es una pregunta que me hago desde hace dos años. La manera en que filmo, en que trabajo, parte de que me tengo que adaptar a un modelo de producción muy básico. Muchas decisiones que tomo parten de que no hay dinero y hay que hacerlo todo rápido. Si tuviera más presupuesto, sé que sería diferente, pero por otro lado, sé que tengo una manera de mover la historia, una manera de poner la cámara muy particular.

–¿Te gustaría rodar una película de cinco, diez, quince millones de dólares?

–No sé si me gustaría. Te podría decir que sí para poder pagar mejor a mis amigos. Y ese presupuesto me permitiría, en vez de grabar en dos semanas, grabar en dos meses. Me gustaría hacer una peli de cinco millones, sí, pero bajo mis condiciones. Si alguien me dice cómo tengo que trabajar y con quién, no me interesaría salvo que esté muy necesitado de dinero.

Un futuro lejos de Guatemala

Desde hace unos diez años, la producción cinematográfica de Guatemala ha aumentado significativamente. Cada año se realizan alrededor de diez películas, algunas de las cuales son dirigidas por improvisados cineastas de los departamentos. Un puñado de estas producciones ha salido a festivales internacionales, y generalmente han sido bien recibidas. Si se compara con los años noventa, en los que se rodó una sola película, “El silencio de Neto”, se puede decir que el cine guatemalteco actual es muy dinámico. El medio cinematográfico guatemalteco es sin duda el más profesionalizado y amplio de Centroamérica.

El auge es fruto de las nuevas tecnologías: hoy en día, las cámaras están al alcance de cualquiera, y para editar una película, basta con una computadora personal.

Sin embargo, este auge es frágil. “Hay producción, pero no con cimientos muy sólidos”, apunta el director Sergio Ramírez. Y esto, porque el cine goza de muy escasos apoyos. El Estado no tiene fondos para producción, la empresa privada no está interesada, y la televisión, que financia la cinematografía de muchos países como Francia, en Guatemala no quiere saber nada de lo que se produce aquí.

Para los cineastas nacionales es muy difícil no sólo producir, sino también difundir sus cintas. Las salas de cine pocas veces conceden espacio a una película nacional. Y cuando aceptan dar el espacio, bajo condiciones leoninas, el público no responde. Ya sea por falta de publicidad, o por la preferencia del espectador por el cine de evasión que le ofrece Hollywood, muchas veces las películas guatemaltecas se proyectan en salas semivacías. Una excepción quizás: la comedia “Puro Mula”, del colectivo Best Picture System, que tuvo éxito notable tanto en las salas como en las ventas piratas.

Sergio Ramírez habla de la simpatía que despertó su filme “Distancia” en festivales europeos, y del relativo desinterés con que fue recibido en Guatemala. “Ya no sabés para quién estás haciendo películas, si para los guatemaltecos o para los holandeses que van a festivales”, apunta.

Por su parte, Julio Hernández, después de cinco películas hechas en Guatemala, ha decidido emigrar a México. “Espero encontrar una mejor situación laboral, y también social. Quiero trabajar en un país con una mejor infraestructura, mejores condiciones de trabajo. Yo sé que puedo seguir haciendo películas baratas en Guatemala, pero no sé si quiero seguir de esta manera, por más que las disfrute. Quiero vivir mejor de mi trabajo, y que las limitantes sean otras. Tener nuevas excusas o nuevos retos y un terreno creativo mucho más amplio”.

Las oportunidades laborales son sólo una parte, quizás la menos importante, de su decisión de salir del país. “Creo que me cansó la situación en Guate. Hay una apatía general, un desinterés hacia lo político y lo social, desinterés porque se compongan las cosas, desinterés ante la violencia, ante la pobreza en que se vive, desinterés por la cultura como elemento de identidad, desinterés por muchas cosas. Ni siquiera los partidos de fútbol se llenan. Y siento que me estoy contagiando de eso, y no me gustaría que mis hijas fueran así. Creo que la decisión parte más de mis hijas, por que vivan en un lugar donde ciertas cosas no sean normales”.

Normales como un linchamiento, una masacre, una extorsión, un tiroteo en una avenida… normales como los acontecimientos que ocurren en las películas de Julio Hernández.

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