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Un piano suena en la plaza Taksim

Foto: En Taksim cesaron las consignas y se escuchó la melodía de un piano, ejecutado por el alemán.Klavier Kunst. Arzu Geybullayeva/Cortesía
Arzu Geybullayeba/Cortesía.
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Un piano suena en la plaza Taksim

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La protesta turca no ha sido una réplica de las rebeliones árabes de Túnez, Egipto, Libia o Siria; su objetivo no es derrocar al gobierno, sino ponerle límites democráticos a un liderazgo autoritario

--“Quieres ir a la plaza Taksim…¿trajiste tu máscara antigás?”, me pregunta a quemarropa Arzu, una periodista turca curtida en la cobertura de la revuelta.

--“Solo tengo mis tenis para correr…”, le respondo apurado, y así convenimos que al concluir el evento al que nos ha convocado Free Press Unlimited en Estambul, a las 9.30 de la noche nos dirigiremos, junto a otros colegas, hacia el foco de la protesta.

Hace hora y media se venció el ultimátum que lanzó el primer ministro Recep Tayipp Erdogan contra los manifestantes que han ocupado el parque Gezi durante dos semanas, acaparando la atención mundial, pero decenas de miles de personas se pasean con indiferencia en el centro de Estambul.

Los vendedores ambulantes que ofrecen cascos de construcción, blancos y amarillos, y goggles para nadar, con los que cualquier turista devenido en manifestante accidental puede improvisar su propia máscara antigás, son la señal inequívoca de que nos acercamos a la plaza. “Te los dejo en 10 liras turcas”, me reta el comerciante que está listo para el regateo.

Estamos a solo dos cuadras de la plaza-símbolo, tras haber caminado unas veinte a través de la avenida Istiklal (Independencia), un hermoso paseo peatonal de tres kilómetros en el centro de Estambul, desde cuyas alturas se aprecia el majestuoso paisaje del Bósforo, el estrecho de que une a Europa y Asia a través de esta milenaria ciudad, antes conocida como Bizancio o Constantinopla.

Aquí se respira historia en cada esquina, entre mezquitas, templos católicos y monumentos antiguos, pero al llegar a la plaza Taksim el pavimento despide un fuerte olor a orines y en el aire se capta la acidez que ha dejado el bombardeo de los gases lacrimógenos de los días recientes.

Hace dos días hubo una batalla campal, los manifestantes fueron desalojados brutalmente por la policía, con sus cañones de agua y una lluvia de gases, pero han retomado sus posiciones en la plaza y de un momento a otro se espera que empiece una nueva arremetida.

Taksim no es una plaza imponente como el Zócalo de México, sino más bien un mediano espacio rectangular, bordeado por hoteles y edificios comerciales, y alguno del gobierno, desde el que cuelga una gigantesca bandera turca con la  imagen de Mustafa Kemal Ataturk, el gran estadista y padre de la nación turca. En uno de sus costados, está el pequeño parque Gezi al que se llega subiendo unas pocas escaleras; en la oscuridad, el último espacio verde del centro de Estambul se advierte por las copas de los árboles que sobresalen en la selva urbana, y por la masa compacta de gente que lo custodia gritando consignas.

El corazón de la protesta

“!Aquí estamos las madres!”, clama desafiante un grupo de mujeres mayores, y los jóvenes responden: “!Esto es solo el principio!” Las pancartas del omnipresente Ataturk se codean con las del Ché Guevara, que también es símbolo de la protesta turca. Sitiados por centenares de policías agazapados en sus escudos, se mantienen los manifestantes más aguerridos, el núcleo duro de esta protesta sin un líder visible, que empezó el 27 de mayo para preservar el parque cuando Erdogan anunció planes para demolerlo con el fin de crear un centro comercial. Unos cincuenta activistas ambientalistas se plantaron en defensa de Gezi, pero fueron reprimidos con exceso de fuerza por el gobierno. Poco a poco se sumaron los jóvenes que rechazan el conservadurismo musulmán de Erdogan. Auto convocados a través de las redes sociales, aparecieron abogados, periodistas, profesionales, y grupos de izquierda, reclamando libertad de prensa y democracia, hasta sumar decenas de miles, conformando el mayor desafío político que ha enfrentado el régimen de Erdogan en la última década.

“¿Sultán o demócrata?”, pregunta la portada de la revista The Economist sobre el liderazgo de Erdogan, un populista que ha ganado las últimas tres elecciones, primero con el apoyo de los liberales y después en alianza con los musulmanes conservadores. Aunque hace apenas unos años la Unión Europea lo alababa como un demócrata modernizador que puso a raya el poder del ejército, ahora lo perciben como una amenaza potencial para la estabilidad de la democracia en Turquía y su singular milagro económico.

La tensión está a punto de explotar cuando entramos al parque Gezi, a pocos metros de la hilera de policías armados con sus rifles lanza gases. Adentro del parque casi todo mundo porta máscaras de esas que usan los pintores de spray y que se pueden adquirir en cualquier ferretería. En medio de un enjambre de tiendas de campaña, azules y rojas, la gente va y viene en carrera, hay cordones de defensa, mítines relámpago, un pequeño anfiteatro, y un puesto médico. No hay armas a la vista. Los manifestantes se jactan de su pacifismo y alegan que fueron infiltrados por agentes policiales vestidos de civil que atacaron con cocteles molotov a la policía. La escena fue ampliamente difundida por las cadenas de televisión que apoyan al régimen y que hasta entonces habían ignorado las protestas, y la respuesta policial fue una represión violenta e indiscriminada. Aquí está el corazón de la protesta que desde Estambul se extendió a la capital, Ankara, y a las principales ciudades del país, convirtiéndose en un reclamo nacional contra el estilo autoritario de gobierno de Erdogan. 

Nazli, una guapa muchacha de grandes ojos almendrados que trabaja como intérprete y habla perfecto español, dice que está harta del Primer Ministro porque intenta imponer su visión religiosa de la vida y las costumbres, en una sociedad que se jacta de su tradición secular. Erdogan ha impuesto restricciones al consumo de alcohol y denigra a las personas de costumbres liberales, para congraciarse con las iglesias musulmanas. “No puedo circular libremente vestida de esta manera en toda la ciudad” se queja Nazli, aludiendo a su camisa sin mangas y su falda corta. “Erdogan quiere controlarlo todo, es un demagogo, está asfixiando nuestras libertades”, reclama esta joven que al concluir su trabajo cada tarde, se cambia de ropa y permanece en la plaza  hasta el amanecer.

La ola de protestas que estremeció a Turquía dejó cinco muertos, más de 7,000 heridos y centenares de detenidos, entre ellos decenas de periodistas, abogados, y defensores de derechos humanos. En Turquía hay más de 70 periodistas presos, incluso más que en China, asegura la organización Reporteros sin Fronteras, y muchos ni siquiera enfrentan una acusación formal pues les aplican las leyes “antiterrorismo”. A la protesta que nació en Taksim se sumaron no solo los jóvenes universitarios, las feministas y los intelectuales de la clase media, también hay sindicatos, grupos nacionalistas, y las minorías Alevin, que resienten el creciente poder de los musulmanes tradicionales. Algunos la vivieron con aires de concierto al estilo Woodstock, para otros es el renacimiento de una sociedad civil democrática que se propone ponerle límites al autoritarismo político.

Pero Taksim no ha sido una revolución ni una réplica de la primavera árabe que sacudió a Túnez y Egipto, derribando gobiernos. El régimen de Erdogan, encabezado por el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), gobierna el país desde el 2002 y ganó la última elección en 2011 con casi el 50% de la votación. Erdogan mantiene una considerable cuota de apoyo popular administrando una economía vigorosa, y aunque algunos manifestantes han pedido su renuncia, en realidad nunca ha estado en juego la legitimidad de su gobierno. “Esta no es una revolución, o algo parecido, es una protesta turca, europea, para ponerle límites al autoritarismo, y los resultados se verán en la próxima elección, si es que Erdogan no provoca una crisis mayor aferrándose a la represión”, insiste Arjen, un colega holandés que  dirige una emisora de radio internacional.    

Un piano en la plaza

Aprieto los tenis en el pavimento, listo para correr. Hemos acordado una ruta de escape en caso de que la policía arremeta con los cañones de agua y los gases lacrimógenos, pero afortunadamente no será necesario. A pesar de las amenazas vociferantes de Erdogan, en un café cerca de la plaza se está celebrando una reunión secreta entre oficiales del gobierno y representantes de la protesta. Erdogan intenta mostrar una cara negociadora y ofrece un referéndum para decidir sobre el destino del parque, pero la represión y el desalojo definitivo llegará sin falta dos días después.

Regresamos a Taksim y nos acercamos al monumento a Ataturk en el centro de la plaza, que está fuertemente custodiado por la policía. A su vez, centenares de manifestantes se despliegan en torno al monumento. De repente cesan las consignas y se escucha la hermosa melodía de un piano en la plaza Taksim. Es una escena surrealista. Hace unos minutos estaba a punto de estallar la batalla, y ahora los manifestantes aplauden, ríen y se abrazan en un improvisado concierto que durará varias horas hasta el amanecer, mientras la policía observa con aire de desconcierto.

Leo la noticia al día siguiente en el International Herald Tribune: el pianista es un artista alemán, Klavier Kunst, un auténtico trotamundos, que en su sitio web pregunta “¿Dónde debería tocar? Qué lugares del mundo les gustaría que visitara con mi piano”, y así llegó a Estambul, a petición del público.

Pero, ¿cómo carajo aterrizó el piano hasta el centro de la plaza? Arzu, la colega turca que nos ha acompañado, tiene una explicación: el “milagro” ha sido posible por esa fusión que suele darse entre la pasión por el fútbol y la política. Resulta que la “barra brava” del Besiktas, un popular equipo de fútbol de Estambul, habituado a enfrentamientos callejeros con la policía después de cada partido, fue uno de los primeros grupos que se solidarizó con los manifestantes del parque Gezi. “Ellos han estado al frente de la logística para defender a los manifestantes cuando llega la policía”, me cuenta Arzu. Y en la manifestación más grande que se convocó contra Erdogan,  incluso marcharon hombro a hombro con sus archirrivales, los partidarios del Galatasaray y el Fenerbachce. “Ellos, que se odian en los estadios, ese día se prestaban las consignas contra el gobierno”, dice Arzu con picardía. Y fueron estos mismos muchachos del Beksitas los que trasladaron el piano al centro de la plaza la noche de la protesta.

POSDATA

Dos días después de mi furtiva incursión en el parque Gezi, el sábado 15 de junio, Erdogan hizo cumplir el ultimátum y a las ocho de la noche desalojó a los manifestantes recurriendo a la intervención masiva de la fuerza policial, declarándose víctima de una conspiración internacional.  

Ahora los turcos han inventado otras formas originales de manifestarse: Se ponen de pie en la plaza y durante horas protestan en absoluto silencio, para que el gobierno no pueda acusarlos de terroristas. La llama de la protesta está encendida, y desde Managua aún escucho el piano, esa melodía libertaria, que suena en la plaza Taksim.

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