A la pregunta del reciente editorial de Plaza Pública: “¿Sirvió Hambre Cero para lo que se pretendía?” habría que coincidir con el “A ciencia cierta, no sabemos” y añadir: «probablemente, y con mayor evidencia estadística, lo sabremos hacia finales de 2015». Ello porque de acuerdo a la presentación del 25 de julio del Dr. Miguel Robles del Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (Ifpri, por sus siglas en inglés), se indica que una Evaluación Global de Impacto se presentará en dicho año, de conformidad con el plan de trabajo correspondiente al Proyecto de Evaluación del Plan del Pacto Hambre Cero 2012-2015.
En tanto, la comentada reducción de 1.7 puntos porcentuales en la prevalencia de la desnutrición crónica en menores de cinco años, de 166 municipios priorizados (cuyo error estándar se estima en 1.12 para el conjunto de municipios) corresponde más bien a un resultado provisto por la Segunda Encuesta de Monitoreo del Plan Hambre Cero. En la citada fecha, el Dr. Máximo Torero, también del Ifpri, hizo mucho énfasis entre la diferencia de una evaluación de impacto –que ayuda a identificar la relación causal entre la intervención y los resultados– y un monitoreo –que es una herramienta que provee información para ayudar a realizar acciones correctivas–.
Esto permite abordar los resultados con criterio técnico y comprender que a la fecha, aún no hay evidencia suficiente para atribuir la reducción de 1.7 puntos porcentuales en la desnutrición crónica, en menores de cinco años, a las intervenciones del PH0 (suponiendo que dichos datos son estadísticamente significativos para los 166 municipios considerados). Podría darse el caso, por ejemplo, que dicha reducción sea a causa de algún incremento o mejor utilización de las remesas familiares.
De tal cuenta, en materia de comunicación es importante asegurar que la sociedad tenga conocimiento sobre el tipo de datos que los informes brindan, especialmente para no poner en riesgo, ni menospreciar, esfuerzos como la encuesta realizada, pues en un país con una producción estadística tan escasa (y sin financiamiento) el seguimiento de estos procesos debe continuar y ser fortalecido. Como ciudadanos deberíamos asegurarnos que el plan de trabajo previsto se cumpla en su totalidad.
En todo caso, el afán oficialista de anunciar los resultados del monitoreo con tantos bombos y platillos, ha desfigurado su carácter informativo. De dicha encuesta sí hubiera sido posible, y necesario, que se incluyeran comparaciones de resultados entre ambas evaluaciones (2012 y 2013), pues ni en el tomo I ni en el tomo II, publicados por la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional (Sesan), se incluyen gráficos o información que permita el contraste de datos, entre el año de la línea base y el año del monitoreo, para ver los cambios en la prevalencia de la desnutrición crónica por grupo de edad, área de residencia o sexo (se supone que al menos esta encuesta debe permitir este tipo de análisis).
Por otra parte, es imprescindible que la información técnica de la encuesta sea provista al público (base de datos en SPSS, fichas técnicas, boleta y diccionario de variables), tal como lo hace el Instituto Nacional de Estadística (INE) en su sitio Web, de forma que sea posible hacer aportes adicionales para el debate (mucho se ha comentado sobre un necesario análisis de varianza, por ejemplo). Al respecto, Icefi formuló el martes 29 de julio una solicitud formal de conformidad con la Ley de Información Pública, por lo cual todavía se está a la espera de la respuesta del caso.
Finalmente, algo que no debe ser echado en saco roto –aunque no se corrobore con un análisis gráfico en la información provista– es la siguiente conclusión del Tomo I en la página 31: «Al comparar el patrón de desnutrición crónica en ambas encuestas, por grupos de edad, se observa una tendencia a un incremento de las tasas de desnutrición crónica en los menores de un año y una tendencia a reducción de las tasas en los mayores de un año».
Este hallazgo pone el dedo en la llaga en dos asuntos importantes: por un lado, parte de la población clave en la provisión de la Ventana de los Mil Días (menores a 1 año) muestra mayor prevalencia de desnutrición crónica; y por el otro, el componente directo del PHO vinculado al fortalecimiento de los servicios básicos de salud y nutrición –el cual establece claramente que se deben realizar acciones sobre el diseño y construcción de puestos de salud, ampliación de infraestructura, implementación del recurso humano de los servicios de salud, entre otros– se encuentra en franco deterioro, lo cual confluye hacia uno de nuestros problemas estructurales más sentidos: la falta de acceso a servicios de salud.
Si alguna utilidad puede tener la discusión de los datos presentados es comprender que es urgente el fortalecimiento del sistema de salud, que en el caso del MSPAS obliga a considerar la provisión de servicios institucionales bajo un esquema que brinde atención a nivel individual, familiar y comunitario, con infraestructura formal y apta y que cuente con personal idóneo y fijo en los lugares de atención. Esta provisión de servicios debe considerar nuestra diversidad y por lo tanto ofrecer pertinencia cultural.
Sirva de información que en marzo 2012 el MSPAS estimó que a nivel nacional se requieren 4,449 puestos de salud y 1,161 centros de salud adicionales para dar cobertura al 92% de una población estimada en 15 millones (aduciendo que el 8% restante es cubierto por el IGSS). Estimaciones de Icefi/Unicefdan cuenta, que con una estrategia de inversión escalonada, para dar cobertura a los ocho departamentos con mayor incidencia de mortalidad materna en el primer y segundo nivel de atención, se requiere hacia 2021 de un incremento aproximado en el presupuesto del MSPAS de 0.4% del PIB, cuando actualmente se asigna 1.2% (del PIB) a dicho ministerio. Así, el financiamiento actual es a todas luces insuficiente para la envergadura del reto que se afronta, pues no solamente se debe dar respuesta al cuidado de la población materno-infantil, sino debe atenderse efectivamente a la población en su conjunto, conforme el perfil epidemiológico respectivo, en correspondencia a su género e identidad y según su ciclo de vida.
La sociedad debe comprender que luchar contra el hambre no es un tema publicitario, ni sencillo de abordar, pues la desnutrición crónica es el rostro más concreto de la exclusión social, económica y territorial cuyos efectos nefastos comprometen la realización del proyecto de vida de muchas y muchos guatemaltecos. Acabar con este flagelo requiere aumentar la calidad y cobertura de un sistema de salud cuya infraestructura hoy sólo puede cubrir a la población guatemalteca de 1955; construir un sistema de protección social que garantice el derecho a la vida de los niños y niñas, desde antes de su nacimiento; lograr el acceso universal a un sistema educativo que ayude a edificar ciudadanos activos frente a los retos de la democracia, y competitivos frente a los desafíos de un mundo globalizado. Finalmente, y lo más importante, luchar contra el hambre exige políticas públicas que obliguen a repartir de mejor forma los frutos del crecimiento económico, lo que significa generar empleos con salarios dignos y suficientes para el bienestar de todos los hogares guatemaltecos, pero también una política fiscal que reconozca la responsabilidad de cada uno ―ciudadano, funcionario y empresa― en la construcción de lo colectivo.
Todo lo anterior, obliga a reconocer que las instituciones que pueden ayudar a combatir la desnutrición deben ser fortalecidas, en términos financieros, humanos y de gestión (incluyendo la rendición de cuentas y la transparencia), para que puedan dar la talla frente al reto de luchar contra el hambre. Para ello, necesitamos entablar un diálogo político y serio sobre la elección de nuestro presente y futuro. La participación ciudadana, desde todos los sectores, debería ser el ingrediente aglutinador.
* La autora es Economista Investigadora del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, Icefi.
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