Corría el mes de noviembre de 1980. En un pequeño pueblo de Alta Verapaz apareció —de la noche a la mañana— una indigente que dormía donde la oscuridad la sorprendía. Desplegaba unos cartones que le servían de cama y cobija y pernoctaba a la intemperie. Comía lo que encontraba a mano: frutas o algún obsequio.
Deambulaba por las calles hablando en solitario. Mezclaba palabras castellanas con algún idioma maya que no era q’eqchi’. Por ello, nadie le entendía algo.
El cura del lugar estaba pasando en esos días por una terrible crisis existencial. La cantidad de secuestrados y muertos en su parroquia lo había llevado al borde de la locura y había decidido dejar el sacerdocio. Sentía —me compartió años después—, que Dios lo había abandonado. Fue en aquel momento cuando apareció Rosita. Él fue quien la llamó Rosita por el parecido de su rostro al de Santa Rosa de Lima.
El cura, en un último acto de caridad, habló con sus feligreses y los organizó de tal manera que, para diciembre, Rosita tenía una ruta establecida para recibir sus tiempos de comida: Desayuno del lunes en la casa de los Pop, almuerzo de ese día en la casa de los Ramírez y así, en una sucesión de “posadas” el sacerdote le dejó asegurada su alimentación. Los días domingo Rosita almorzaba en la casa parroquial.
Muchas veces trató de comunicarse con ella pero era imposible establecer una relación verbal. La mujer aquella mantenía la mirada perdida en el horizonte y solo articulaba palabras cuando deambulaba por las calles del pueblo. No aceptaba un lugar para cobijarse en las noches. Seguía durmiendo a la intemperie.
Un día martes, al estar preparando el sacerdote lo que sería su último almuerzo en aquel lugar, vio por la ventana de la cocina que Rosita ingresaba a la parroquia llevando una bolsa de papel en la mano. Con fastidio se dirigió a la puerta diciéndole:
—¡Hoy no te toca aquí Rosita…! ¡Y todavía no he hecho el almuerzo…!
Más que hablar, el cura se expresaba en forma no verbal gesticulando con las manos. Su sorpresa fue enorme cuando Rosita, la indigente que solo hablaba consigo misma le dijo con palabras entrecortadas:
—Hoy… no… vengo… a… a… pedirte co… co… comida… pa… pa… padre, es… que hoy… una… se… se… ñora… me… me… re… ga… ló dddos pa… pa… panitos y ttt.ttt… cccomo… vos sos tan bue… no… con… migo, pppasé a re…ga… lar…te u… u…¡uno!, eees l…l… la mi… mi… taddd ddde l… l… lo que… t…t… ten…go pppa…ra co…co… ¡comer!
El impacto psicológico y espiritual fue tremendo para el clérigo. La pordiosera, la que solo tenía dos panes en su haber, había decidido regalarle la mitad de lo suyo. Él la abrazó y sollozó. Lloraron ambos. Interpretó la actitud de Rosita como un enérgico signo de los tiempos.
En los días siguientes, Rosita logró expresarse mejor y le contó su historia. Era una sobreviviente de la horrenda Masacre de Pichec (aldea de Rabinal, Baja Verapaz) y el idioma en que mejor se expresaba era el achí. Nunca supo ella cómo logró salir viva de aquel infierno (Pichec durante la masacre) y deambuló por la montaña hasta encontrar el pueblecito donde el cura se preparaba para dejar la sotana. Y por la mala. Había decidido —sintiéndose peleado con Dios—, no avisar ni al obispo.
El verdadero nombre de Rosita era Dominga y durante el exterminio de su comunidad, como mecanismo de defensa, cortó relación mental con la realidad y erró durante semanas a la buena de Dios. En la actualidad es la hermana Dominga de la Resurrección. Pertenece a una Orden religiosa contemplativa.
Me contó el cura, amigo mío de juventud, que el tamal de esa Nochebuena le supo a gloria. Tenía sabor a esperanza. Compartieron la mesa: Rosita, el sacerdote y su abuelita.
El día que Rosita habló por primera vez con el párroco, después de llorar abrazada a él, vio las maletas que el clérigo ya tenía listas para partir y en silencio, como impelida por la Eterna Presencia, las abrió y devolvió los avituallamientos a su lugar. El cura le enseñó dónde colocarlos.
Esta Navidad mi amigo sacerdote cumplirá tres años de celebrarla en la presencia del Señor y Rosita, 30 de ser monja de clausura. Después de recuperarse psicológicamente ingresó al monasterio.
Feliz Navidad a todas y todos nuestros lectores.
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