El consenso de los políticos y legisladores estadounidenses es que se debe atacar frontalmente este flagelo, una de las causas del atraso social de los países del Triángulo Norte. Desde 2007 Estados Unidos ha invertido por lo menos 44.5 millones de dólares en el trabajo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig). Esto, sin contar los 6 millones de dólares que ya han sido liberados pese a un supuesto caso de conspiración rusa que el senador por Florida, Marco Rubio, trató de asociar con la Cicig y pidió investigar a mediados de año. Pero, como muchos han puntualizado, tal iniciativa parece más una campaña de las fuerzas corruptas que temen que los tentáculos de la comisión y del Ministerio Público las alcancen en su momento.
Irónicamente, mientras bajo la lupa de los estadounidenses la batalla contra la corrupción de las élites político-empresariales se va apuntando más victorias en Guatemala (entre ellas otra petición de antejuicio contra el presidente Morales por financiamiento ilícito), el presidente Trump se encuentra cada vez más acorralado por acusaciones de sus colaboradores cercanos de que también operó ilícitamente durante su campaña presidencial.
Resulta entonces tan cínico —aunque no es sorpresa ni casualidad— que los dos dizque outsiders de la política que iban a acabar con el clientelismo y la corrupción en el sistema se encuentren ahora embarrados hasta el cuello en el mismo fango que aparentemente deploraban tanto. En realidad, lo que siguen demostrando estos dos empresarios del entretenimiento barato y mecenas del mercantilismo político es que no creen en instituciones ni en las virtudes del Gobierno, sino en utilizar el sistema para su propio provecho y el de sus familiares. La lealtad de sus colaboradores es su mejor aliada para permanecer impunes. Basta con que la justicia actúe independientemente de filiaciones ideológicas o partidarias para que caigan las máscaras.
Efectivamente, agosto no ha sido un buen mes para Trump. Su exabogado, Michael Cohen, ha sido sentenciado por evasión fiscal, fraude y financiamiento ilegal de campaña, mientras que su exadministrador de campaña, Paul Manafort, se ha declarado culpable de fraude bancario y fiscal. Uno de los señalamientos más serios es el de Cohen, quien declaró que el dinero desembolsado para comprar el silencio de dos examantes de Trump durante la campaña electoral de 2016 (entre ellas una actriz porno que ha revelado abiertamente su relación con el actual mandatario) fue por encargo de un candidato para una oficina federal (entiéndase Trump).
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Los aduladores de Trump se han precipitado al decir que esto no tiene nada que ver con el tema de la injerencia del Gobierno ruso para favorecer a Trump en los resultados de las elecciones de 2016 y que, por lo tanto, tales acusaciones no prosperarán. Trump sale a su defensa diciendo que se trata de una cacería de brujas. Pero ese no es el punto. Si bien por convención el Departamento de Justicia usualmente no enjuicia a un presidente en funciones y un juicio parlamentario para destituirlo no parece factible por ahora dada la actual composición del Congreso, mayoritariamente republicano, todas las piezas en la investigación de la injerencia rusa dan vueltas en torno al mismo personaje. En este laberinto, el punto de llegada sigue siendo Trump.
Trump me recuerda cada vez más a Elmer Gantry, el charlatán alcohólico convertido en ministro evangélico en la novela homónima del minesotano Sinclair Lewis. Gantry es un impostor de doble moral que, al igual que el presidente, predica emotivamente con su verdad, afecta con sus actos a personas a su alrededor y sueña con un nuevo tipo de sociedad, la mayoría moral (como la supremacía blanca de Trump), en la que mandaría un monarca.
Veremos si las instituciones republicanas están lo suficientemente blindadas como para impedir esta visión gantrytrumpiana y dictar que ninguno, menos un aprendiz de gobernante, se encuentra por encima de la ley.
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