No da la imaginación para creerlo, pero cierto es. Guatemala es una versión siniestra de la llamada cultura del descarte. Los seres humanos son convertidos en roña para acrecentar las pingües ganancias de personas inescrupulosas que medran con la salud, las conciencias y los cuerpos.
El común denominador de los tres escenarios es el resquebrajamiento ético que subyace en un caldo de cultivo donde los intentos ideológicos no pasan de ser una cortina de humo. Detrás de esa cortina están los ídolos del poder, el placer y el tener, ante los cuales se ha inclinado cierta gentuza cuya única diferencia estriba en gustos y refinamiento. Digo «única diferencia» porque la ralea es la misma: hueros y ladrones. Desafortunadamente, a esa gentuza la hemos encumbrado con nuestro voto en el Congreso y con cualesquier otras categorías de elección popular. Y no es cuestión de ahora. Lo hemos venido haciendo desde hace muchos años.
Nos queda ahora, a los ciudadanos que sí pagamos los impuestos, buscar soluciones y proponerlas. No podemos quedarnos sentados aplaudiendo o criticando. Cómodos escenarios estos a los cuales nos estamos acostumbrando. Vale la pena entonces reflexionar acerca de ellos.
Uno, la insolvencia económica del Estado era un secreto a voces. Alguna vez pregunté en este medio si alguien sabía con exactitud cuál era el monto de nuestra deuda externa. Nadie respondió. Menos conocemos la suma del adeudo interno. Lo cierto es que, a la fecha, Guatemala no tiene la cantidad necesaria (1 100 millones de quetzales) para saldar una amortización que se vence el 15 de diciembre.
Las consecuencias son terribles y nos sitúan en una encrucijada. Si no se paga, bajaría la nota excelente del país, lo que impediría contratar más créditos. Si se paga, la posibilidad de endeudarnos más dejaría de ser para convertirse en un escenario de adquisición de más y más compromiso, con el consabido riesgo de llegar a ser un país inviable económicamente.
Dos, como si el sumidero anterior no fuera suficiente, la Cicig y el Ministerio Público desbarataron otra red de corrupción en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social. Todo apunta a que la adquisición de medicinas se convirtió en una plataforma para el enriquecimiento ilícito de una docena de personas que ahora sufren una persecución penal. Y bien sea porque esa abominable industria está directamente vinculada a la muerte de muchas personas, como los decesos de pacientes con insuficiencia renal, que suman poco más de una treintena. Las escuchas que ponen al tapete las negociaciones ofenden la dignidad del ser humano. Más aún cuando se escucha a médicos transar como vulgares mordelones que olvidaron el día aquel cuando hicieron su protesta: «Juro consagrar mi vida al servicio de la humanidad».
Tres, lo innombrable: subastar la virginidad de una jovencita menor de edad que fue llevada con engaños a la ciudad capital. Seiscientos quetzales fue la puja máxima. ¡Vaya ombrecitos (sin hache) esos que se atiborran de dinero por medio de la trata de personas!
Esa noticia me puso en un serio conflicto de conciencia porque he llegado incluso a concordar con la posibilidad de morir sin que me sea robada la paz del corazón, pero todo tiene un límite. Y he comprendido que no soporto a los espantajos que ejercen la brutalidad y la infamia sobre otros seres humanos. Menos a los hombres que tratan a las mujeres como bestias.
No cabe la menor duda. ¡Qué semana la que nos tocó vivir! Me refiero a los últimos siete días. Tres distintos escenarios de podredumbre sobre una basa cimentada en la falta de ética y en la inmoralidad. Así las cosas, ¿qué hacer?, ¿por dónde ir? De pronto se me ocurre lo que he venido pregonando desde tres años atrás: reorganizar el Estado. Y buscar urgentemente «todo aquello que nos une, y no lo que nos divide». Esta frase fue acuñada por Juan XXIII ante los horrores de las guerras intestinas en los países de América Latina.
Cualquier sugerencia para bien, estimado lector, estimada lectora, será más que bienvenida.
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