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“Tres bombas más y nos largamos”

Y eso se palpa en la narración de Pérez-Reverte, quien, con un tono de malandrín, devela las intimidades “detrás de cámaras”
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“Tres bombas más y nos largamos”

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Territorio Comanche es una novela que muestra el sentimiento del horror de la guerra. Ese horror que es transmitido al mundo a través de los periodistas que la presencian y aprenden a convivir con las balas que vuelan. En este libro las balas vuelan por todo Sarajevo mientras los personajes principales, dos reporteros, Barles y su cámara, Márquez, esperan a grabar el derribo del puente Bijelo Polje.

En esa espera transcurren décadas de experiencia a manera de flashbacks, con relatos que espantan y enamoran a quien piensa dedicarle su vida al oficio del periodismo. Arturo Pérez-Reverte sabe de lo que habla, ejerció el periodismo de guerra durante 21 años.

La novela evoluciona hasta convertirse en un cementerio, donde la vida es tan normal como la muerte. El narrador y el protagonista, el periodista, se funden en una simbiosis que da por resultado una ficción bastante creíble, con datos precisos y lugares verificables, donde los hechos transcurren junto a la historia del mundo, siempre plagada de guerras. La narración se sitúa en Sarajevo, desde la perspectiva no-noticiosa, sino humana. El conflicto de poder contar lo que el reportero mira, rodeado de toneladas de cadáveres y de incertidumbre.

Cuando encontraban a soldados muertos, Barles, el reportero, describe lo que hacía un soldado cuando encontró a su compañero recién asesinado:

“Aún miraba el cadáver. Tenía los bolsillos vueltos del revés; sin duda sus compañeros lo registraron en busca de municiones, dinero y tabaco antes de dejarlo allí. Alejó con el pie las moscas del rostro, pero volvieron en seguida.”

En la guerra muchos periodistas mueren a balazos. Aprenden a esquivar la pólvora pues a la hora de la metralla, nadie se acuerda de que son periodistas; aunque tampoco se niega que pueden ser vistos, parafraseando al autor, como “testigos incómodos”.

Otras dificultades ajenas a los tiroteos se presentan mientras los personajes de la novela reportean. Para grabar las imágenes de un puente que se cae hay que situarse en el lugar, eso ya es difícil, luego hay que tener una cámara y saber evitar las balas. Pero puede ocurrir que caigan tantas bombas que nadie pueda hacer nada. O que los soldados que se ocupan del asunto no dejen grabar. Escribe Pérez-Reverte: “En la guerra, las cosas suelen discurrir más bien según la ley de las probabilidades: tanto va el cántaro a la fuente que al final hace bang.”

La lucha por la supervivencia hace que el periodista aprenda a olfatear los pasos de la muerte. Como cuando Márquez adivinó que no había minas porque la hierba ya no se veía aplastada por las ruedas de los vehículos.

Ese tipo de detalles son los que le dan furia a la ficción que inventa Pérez-Reverte, que nos hace seguir en un hilo conductor cargado de tensión, narrado en varios  planos: las desordenadas reflexiones en la euforia de la guerra y siempre detrás, la historia del puente a punto de explotar que regresa para recordarnos que la realidad y las balas están ahí, cerca, cerquita, demasiado tal vez.

Y esa cercanía es la que atrae y repulsa a los reporteros, pero en especial a Márquez, el camarógrafo, que desarrolló una obsesión por filmar un puente desplomándose, porque había estado a punto de filmar la caída de varios, pero no lo había conseguido. Ahora la paciencia no le iba a faltar, la misma paciencia que adquirió cuando en Bagdad se subió a un piso alto del hotel Rachid y pasó horas esperando para filmar el paso de un misil de crucero Tomahawk.

El autor, prolífico best-seller, que recorre la ficción y el periodismo con la misma facilidad con que publica libros, muestra su conocimiento en el tema de las armas, municiones, fusiles y todo tipo de maquinaria propia de la guerra. Porque, como escribió Javier Cercas en la novela “La velocidad de la luz”, alguien que vive una guerra no termina de salir de ella y la realidad entera se empieza a observar desde la percepción de la guerra, y la guerra ya nunca abandona a quien ha visto a milímetros explotar la sangre de una persona con quien desayunó ese mismo día.

Y eso se palpa en la narración de Pérez-Reverte, quien, con un tono de malandrín, devela las intimidades “detrás de cámaras”. En las líneas finales de la novela, a manera de conclusión reflexiva, critica tanto a las grandes corporaciones mediáticas como la BBC, porque reportean a control remoto, así como a los ingenieros, llamándolos asesinos de manos blancas porque construyen tantas bombas y solo se preocupan “por ir a Disneylandia” con sus hijos.

Hasta que llega un día en que el periodista (Pérez- Reverte o Barles, o tal vez cualquiera), tarde o temprano, se decepciona y se rinde al darse cuenta de que no va a cambiar el mundo. Entonces piensa en regresar, pero no sabe a dónde regresar pues ya no es de ningún lugar que no sea la guerra en la que lleva atascado la vida entera. Quizá se la ha contado todo este tiempo al mundo a manera de exorcismo interno para negarse que lo que muestra la cámara es realmente cierto. Pero él sabe que sí es cierto, muy cierto y que solo le queda la resignación.

Territorio comanche no se digiere agradablemente. No es lectura apta para quien tiene problemas con el cinismo despiadado. Recomendada para conocer los entresijos del oficio, los absurdos de la guerra. Como decía Manuel, uno de los personajes, fotógrafo argentino que no hacía ninguna foto y vivía bebiendo de gratis: “más vale no hacer ninguna foto que hacer la última foto. La bala que te mata es la que no oyes pasar”.

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