Las estadísticas recientes del INE dan cuenta de un problema que se vuelve una constante: el sector agrícola, pese a ser uno de los mayores generadores de empleo –31.3% de la Población Ocupada trabaja en la agricultura– es el sector en el cual se pagan los salarios más bajos, y que concentra la mayor parte del empleo informal y el trabajo infantil. Esta es la receta para la pobreza, que se hace evidente en los indicadores de pobreza y extrema pobreza, que se hacen aún más profundos en el ámbito rural. A esto debe sumarse la inseguridad alimentaria en las regiones más pobres.
Sin embargo, el sector agrícola para la exportación, de acuerdo a cifras del Banco de Guatemala, ubica al café, azúcar y banano y grasas comestibles, dentro de los diez principales productos de exportación del país. Cifras del CABI hablan de una monto promedio de exportación de 344 millones de dólares, durante los últimos diez años, gracias a una fuerza de trabajo productiva y relativamente barata, en comparación con otros países agrícolas.
En otras palabras: el agro es un sector altamente rentable, que paga malos salarios. La fuerza agrícola de Guatemala, conforme a un estudio reciente presentado por CODECA, está conformada por indígenas (69%), hombres (64%), y menores de edad (11%). Uno de los temas constantemente denunciados en este sector, tiene que ver con el establecimiento de metas de producción, simplemente inalcanzables para un individuo, usualmente el padre familia, que para alcanzar a cumplirlas, debe echar mano del núcleo familiar. De acuerdo a los datos de diversas organizaciones, un grupo familiar de cinco personas, genera un promedio de 35 quetzales al día. Casi 5 dólares, por una jornada de trabajo que bien podría alcanzar las doce horas.
¿Qué consecuencias tienen estas cifras para el Estado de Derecho?, en principio, dada la respuesta parecería ser simple. Dada la capacidad de movilización del sector de trabajadores agrarios, las consecuencias no llegan más allá de los reportes de pérdidas por los cortes de carreteras. Sin embargo, debemos estar claros en que esta situación aborta el futuro de la población rural y del país, y en largo plazo, aniquila cualquier panorama de desarrollo incluyente.
El abordaje de esta materia parecería estar condenado al clientelismo en el contexto de un año electoral como 2015. Sin embargo, mantener este tema en el debate público no depende exclusivamente de los esfuerzos de las organizaciones sindicales o campesinas. Los derechos laborales son también derechos humanos. Sus defensores son también defensores de derechos humanos. Y su tratamiento debe tener la máxima prioridad posible, dadas las implicaciones económicas y sociales sobre grandes segmentos de la población.
El trabajo y los derechos laborales parecen haber sido desterrados del imaginario colectivo, de una sociedad que parecería haberse conformado a facturar por servicios profesionales, aún sin tener un título para una profesión liberal ¿chóferes y jardineros que entregan facturas?
Reconstruir la idea de derechos en el trabajo depende de re-aprender ciertos conceptos: por ejemplo, aquel de que somos trabajadores, no colaboradores. Por mucho que los eslóganes de los entes de responsabilidad social empresarial transmitan por la radio y la televisión la idea cool de una gran familia productiva de colaboradores, involucrados con sus empresas, lo cierto es que ante todos somos trabajadores, y como tales tenemos unos derechos establecidos por la ley y ganados con sangre. No importa lo que digan las modernas teorías del management.
Ojo. Los derechos laborales no se renuncian ni se diluyen en el desarrollo de sociedades más modernas. Se pierden por no defenderlos.
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