Lo que no me termina de quedar claro, sin embargo, es cómo el racismo finquero de los siglos XIX y XX se articula a este tiempo de mineras, hidroeléctricas y corporaciones transnacionales. Voy a ensayar algunas ideas.
Por racismo finquero me refiero no solo a la forma explícita con que muchos ladinos y criollos enuncian discursos de odio contra los indígenas en función de perpetuar las relaciones de explotación propias de las fincas, los asesinatos en masa, el genocidio, la transformación del Estado, sino también a la producción de un régimen de poder y posición que se ha disfrazado de normalidad en el orden ontológico.
En ese sentido, una hipótesis que considero importante a tomar en cuenta es que, si bien con el horror de los años ochenta del siglo XX inicia la sedimentación del neoliberalismo, hay algo que escapa desde la finca decimonónica y, antes de eso, desde la Colonia. Es decir, aunque el genocidio pueda datarse como el momento fundante del neoliberalismo, posiciones políticas de raza previas mantienen su estatus y función en este período. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?
Mi idea es que el racismo finquero (así como el poder en general) ha de comprenderse como la producción instituyente de posiciones sociales articuladas por sistemas de normas que, no estando escritas en el marco jurídico oficial, se dejan ver en las prácticas de individuos y colectivos. Prácticas determinantes para la normalización de códigos “gramaticales” propios de las subjetivación del orden-finca.
En ese sentido, cuando hablo del racismo finquero de los siglos XIX y XX, me refiero no solo a la constitución de una sociedad altamente segmentada, guiada por el “horizonte de la supremacía blanca” –monopolizado supuestamente por los criollos, sino a la estructuración de marcos de inteligibilidad, permisibilidad y prohibición de distintos tipos de violencia. De tal cuenta que, el ámbito del deseo, por lo menos de ladinos urbanos de clase media/alta y criollos, haya estado definido por una correlación entre violencia, raza y posición.
Esta correlación hace que, en el imaginario hegemónico, sean asumidas “gramáticas ontológicas”, códigos de operación normativa del ejercicio de la violencia para cada una de las posiciones de sujeto “socio-raciales”. Es decir, cada una de las violencias tendrá un lugar reservado en la ontología que ha de codificar el lenguaje de reconocimiento/desconocimiento impuesto por la dominación finquera (antes colonial, ahora neoliberal).
De ahí que la violencia del criollo en la finca, por ejemplo, no haya sido nada más permitida, sino promovida por parte del Estado, que consentía la reclusión en celdas de aquellos mozos colonos que se comportaran como “indios” (cuando hablo de “indio” no me refiero a ninguna identidad cultural particular, sino a la posición ontológica del sujeto en la política); es decir, el encarcelamiento de aquellos que se negaran a cumplir con los jornales: “indios” insurrectos y desobedientes. De ahí también la normalización de prácticas impunes de violencia sexual (y otros tipos de violencia) en contra de las “indias” que trabajaban como “muchachas”. De ahí también que esa violencia pueda ser proyectada hacia los propios miembros del grupo dominante, en casos en los cuales la insumisión, necedad o rebeldía ubiquen al sujeto en la posición del “indio”. Ahí se encuentra también la parte más perturbadora de esa normalización de la violencia, que fue visible en el genocidio de los años ochenta.
A lo que me refiero es a que las narrativas políticas que produce esta gramática de violencia son diferentes para las distintas posiciones de subjetivación. Para la hegemonía, la violencia contra los “indios” era, es y será justificable por una cuestión muy sencilla: la posición que el racismo finquero le ha reservado al “indio”, lo ubica en un espacio intermedio entre la vida y la muerte. En ese sentido, hay que poner atención a que la violencia de los muertos es inadmisible, especialmente para la cultura occidental. Al “indio” se lo ha ubicado en una posición en la cual no puede disponer de su propia vida ya que, de antemano, está medio muerto. Cualquier violencia que se piense que pueda ejercer el “indio” será, en consecuencia, también inaceptable.
De ahí que el “indio” sea posición abyecta, en esencia. El “indio”, como ha sido codificado por la hegemonía, puede ser solamente un objeto, más nunca un sujeto de la violencia; la relación del “indio” con la violencia es pasiva, es una especie de no-sujeto o sujeto de/para la muerte. Por eso la violencia de “indios” resulta aterradora, ya que es la violencia de la muerte. Una posición de muerte que amenaza con la retribución de toda esa violencia que han ejercido en su contra otras posiciones de sujeto cómplices del dominio del racismo finquero (y colonial). Para la hegemonía esta es, en consecuencia, percibida como una violencia que amenaza con subvertir el mundo social.
Por eso, desde la mirada del poder, está bien que se les mate por cientos de miles cuando se cree que pueden rebelarse. Por eso es inaceptable que contradigan, que protesten y se organicen. Por eso se justifica su muerte. De ahí también que cualquier crítica se convierta, rápidamente, en violencia de “indios”, violencia de muertos, que han de ser enviados de vuelta al inframundo. De ahí que se pueda matar a ocho en Totonicapán, ya que esos no son como los “vivos” (humanos), son “indios” que traen consigo la violencia de los muertos.
Como decía arriba, no sé si lo que vemos ahora es un espectro del racismo finquero que reverberá como el temor a la violencia de “indios”. Habrá que reflexionar más al respecto.
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