Pero en realidad, el que debe tolerar en este discurso es siempre el excluido, el marginado, el desempleado, el étnicamente otro. Y no solo debe tolerar las decisiones y directivas de los que se encuentran en posiciones de poder (económico, político, cultural o de género), sino también al sistema mismo que lo excluye y margina. Así, la violencia doméstica, los despidos masivos y el desempleo, la corrupción, la pésima situación del trasporte y la salud pública, la desigualdad, la pobreza y la violencia sistémica, entre muchas otras, deben ser tolerados estoica y resignadamente.
Las élites políticas y económicas, por su parte, no construyen su vida alrededor de la tolerancia, aunque los representantes de San Cacif en la tierra lo pregonen a los cuatro vientos. Sus vidas, más bien, giran en torno al evitar y al eludir. Ya sea protegiéndose detrás de nefastos guardaespaldas, trasladándose en carros blindados, helicópteros o aviones privados, trabajando en centro corporativos exclusivos, recluyéndose en casas apartadas e híper-resguardadas o comprando o comiendo en lugares y horarios reservados exclusivamente para ellos, las bienaventuradas élites intentan de cualquier modo posible no mezclarse con los simples mortales que deben tolerarlos. Las élites, pues, practican la sagrada tolerancia siempre y cuando la chusma permanezca oculta, invisible y calladita.
Para ellos, el resto de la población, sobretodo la indígena, no son más que invitados a los que se tolera siempre y cuando no cuestionen las reglas y acepten a priori que están en su casa, que ellos son los soberanos y que lo único que se les ha sido otorgado es un permiso de permanencia temporal. Y el resto, como buenos y educados invitados, aparentemente los dejamos hacer sin ni siquiera cuestionarnos de quién es realmente la casa, sin querernos dar cuenta que tener permiso no es lo mismo que tener derechos, sin percatarnos que lo que realmente busca la tolerancia y la igualdad que pregona el discurso neoliberal de San Cacif es justamente prolongar la actitud pasiva y permisiva de sus invitados.
Este tipo de tolerancia es más un “soportar, sufrir o llevar con paciencia” que un “respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias” (ambas definiciones de la RAE). Es, más bien, una actitud o concepto profundamente anti-democrático que no solo permea todas las relaciones de poder —mujer-hombre, indígena-ladino, trabajador-dueño— sino que termina inhibiendo aquello que supuestamente busca fomentar, es decir, el diálogo, la empatía, el respeto y la búsqueda de un entendimiento genuino, honesto y desinteresado del otro. La tolerancia es, en suma, el límite de la política.
Y lo mismo sucede con el consenso. Los que tienen que consensuar sus propuestas con el gobierno y las élites son los invitados, la chusma: normalistas, comunidades indígenas, campesinos, organizaciones populares, etc. La élite, menos aún San Cacif, no tiene por qué consensuar sus propuestas: sus propuestas son el consenso. Hacerlo implicaría necesariamente aceptar que los demás no son invitados. Es justamente a esto a lo que se refiere Andrés Castillo, digno representante de San Cacif en la tierra, cuando dice que todos somos iguales: no necesariamente que a todos nos llueve de mayo a septiembre sino, más bien, que en el país de la eterna primavera todos somos, al parecer, eternos invitados.
Dicen que la guatemalteca es una sociedad poco tolerante, pero no nos engañemos. Somos millones los devotos y silenciosos seguidores que a diario le hacemos ofrendas a la tolerancia según San Cacif. Y solo a la tolerancia porque el consenso según San Cacif acepta únicamente tarjetas platinum.
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