Imágenes del miedo:
I
En el autobús se sienta a mi lado una mujer con su preciosa hija en brazos, de apenas siete meses de asomarse a la vida. Juega con ella dejándola caer y riendo. A cada rato la madre le dice: «¡Ah, tuviste miedo!».
II
La camioneta hace mucho ruido, pero adentro hay silencio total. La gente no se cruza la mirada. Que nadie me mire. Que nadie se fije en mí.
III
Accidente en la carretera. Todos nos bajamos. Gran revuelo. No está en los manuales, pero lo primero que hay que hacer para que el herido pueda respirar es quitarle la gente de encima. Luego llega la Policía y se va haciendo el silencio y el vacío. No queda nadie alrededor. Hay una mano que me agarra en voz baja: vamos, vamos.
El impacto del terror
Desde un punto de vista psicosocial, los estados de terror conllevan una desestructuración de las instituciones públicas. El Estado se vuelve el enemigo. La amenaza para la vida de quienes son considerados el enemigo interno, generalmente sectores sociales excluidos o que luchan por cambiar la situación, se extiende no solo hacia las víctimas, sino a todo aquel que pueda sentirse identificado con ellas. En el caso de Paraguay bajo la dictadura militar de Stroessner, los detenidos y torturados eran tildados de comunistas. Esas formas de estigma sobre la víctima tratan de legitimar la agresión («los mataron porque en algo estarían») y a quien tiene el poder en Estados militaristas y represivos. En el mismo año de 1954 empezaron ambas dictaduras en Paraguay y en Guatemala, que se extendieron por toda América Latina. El estigma de comunista, lo mismo que en Guatemala, operó también aislando a la víctima del tejido social, ya que las muestras de solidaridad con ella son criminalizadas como formas de colaboración con el enemigo.
Para ello, esas formas de terror utilizan el tejido social como una forma de tener control de la población y el territorio. Por eso, la llamada guerra de baja intensidad no es una guerra menos cruenta, sino más bien una guerra en la que dicho control del corazón de las gentes forma parte del objetivo. En Guatemala se usaron las figuras del paramilitarismo, como en otros contextos en Colombia, para ello. También la figura del informante u oreja, como en el caso de la ex-RDA, en la Europa del Este, que extiende el control social y la delación al tejido social más próximo y destruye las redes de confianza. En Paraguay, la misma figura se llama en guaraní piragüé, es decir, el que anda con pies de lana, aquel a quien no se escucha y sin embargo está allí. Cuando trabajamos en algunas comunidades arrasadas de Paraguay, donde se habían dado las experiencias de las Ligas Agrarias en los años 1970, la gente aún hablaba en voz baja porque hasta las paredes oían. Ese terror se instaura como un ojo que lo controla todo y elimina los espacios de seguridad vital y afectiva.
Este terror es entonces un mecanismo de parálisis colectiva en que la indiscriminación de la amenaza hace que cualquier proceso organizativo autónomo pueda considerarse como enemigo. En El Salvador en 2012, después de 10 años de la firma de los acuerdos de paz y tras los dos terremotos sufridos en esas fechas, tuvimos un taller con líderes campesinos sobre la prevención de desastres. Cuando les pregunté cuáles eran los obstáculos para la prevención, la primera cosa que dijeron era el miedo. Yo pensé que era el miedo al terremoto, por la imprevisibilidad y el nivel de estrés mantenido en el tiempo que supusieron los dos terremotos y las miles de réplicas, pero no. Dijeron que era el miedo a organizarse. Aunque fuera organizarse para un comité de prevención de inundaciones o huracanes. Ese ejemplo muestra el nivel de penetración del terror en comunidades enteras donde se asocia tener una organización con el riesgo de estigma y agresión vivido en la guerra, o bien donde la mínima demanda de sus derechos puede conllevar una respuesta de represión violenta.
En los efectos de ese terror, además del impacto directo de las situaciones vividas, se añade un empeoramiento de las condiciones de vida, la desestructuración familiar, la desorganización social y los cambios culturales. Todos estos impactos son mucho más que la suma de miles de impactos individuales y afectan a la propia estructura social, así como a las actitudes colectivas, pervirtiendo especialmente el funcionamiento de las instituciones, que se convierten en un instrumento de legitimación. Más allá del momento propiamente del terror violento se quiebra cualquier mecanismo de protección, investigación o sanción que permita restaurar un sentido de seguridad y justicia básico para la convivencia.
Es decir, todos esos efectos no solo se dan durante el tiempo de una dictadura o de una guerra, sino que se extienden durante años o décadas. Además, esos mecanismos de terror se siguen usando en otros escenarios ligados a problemas del presente, así como a otras formas de violencia ligadas a la criminalidad organizada y a sus vínculos con agentes o aparatos del Estado. Es decir, no solo es un recuerdo de lo que pasó o un trauma colectivo ligado al pasado, sino que en muchos casos sigue extendiendo su amenaza en el presente.
La impunidad no solamente significa una ausencia de justicia frente a un determinado caso, sino, como lo ha entendido la Corte Interamericana en diversas sentencias, como un conjunto de factores o un sistema orientado a que no haya justicia. No solamente es la ausencia de justicia como resultado. Por ejemplo, sobre la búsqueda de los desaparecidos hay muchas fuerzas que no quieren que camine hacia delante, que mantienen un pacto de silencio, y los familiares se enfrentan a un enorme laberinto de caminos hacia ninguna parte. Hay que ver la impunidad no solamente como la ausencia de un resultado, sino como un conjunto de mecanismos que hacen que no se pueda encontrar la justicia.
Existe la impunidad jurídica de los casos, es decir, hay una falta de investigación y de sanción judicial, pero hay otros tipos de impunidades asociadas a esa. Las víctimas no solo han sufrido la falta de investigación y de sanción penal de los casos, sino también una impunidad política, dado que hay reconocidos represores que han ejercido cargos públicos, como en el caso de Guatemala. Por ejemplo, Pinochet, en los primeros años 1990 en Chile, era senador vitalicio, con una capacidad de coacción de la transición política. Ese tipo de impunidad que termina justificando a los victimarios. El coronel Monterrosa, el responsable de la masacre de cerca de mil personas en el caso de El Mozote en El Salvador, tiene un busto y un reconocimiento oficial en algunos de los cuarteles militares de El Salvador. Una reciente comisión que debía investigar cómo era posible revertir el reconocimiento de los perpetradores en El Salvador, 30 años después de los hechos, acaba de publicar un informe que señala de una forma cínica que no se puede hacer nada porque hay todavía una memoria muy conflictiva y no puede verse todavía el hecho con objetividad.
Memorias frente al mandato del olvido
La promesa de futuro que proclama que hay que olvidar, que hay que pasar la página de la historia, obliga, en cambio, a seguir viviendo en el pasado. Para muchas víctimas, el trauma supone precisamente que su experiencia queda atada a ese pasado traumático del que no pueden desprenderse.
El valor de la memoria es constituir un marco social para las experiencias individuales y colectivas que permita poco a poco dejar atrás esos hechos. La fórmula del olvido como una forma de afrontar estas fracturas, sin leer la historia y sin aprender de lo vivido, es coherente con quienes quieren seguir manteniendo su poder, pero no permite sanear ni limpiar las heridas de una sociedad. Además, conlleva frecuentemente una distorsión de la memoria por parte de los perpetradores, atribuye la responsabilidad a las víctimas o a las circunstancias e impone una realidad acorde a sus intereses.
Para Hannah Arendt, hay tiempos históricos, raros períodos intermedios en los que el tiempo está determinado tanto por cosas que ya no son como por cosas que todavía no son. Primero el proyecto Remhi y después la CEH supusieron uno de esos momentos en que la memoria de la violencia podía convertirse en una realidad tangible y en una perplejidad compartida para pasar a ser un hecho políticamente relevante. Un relato para la transformación entre las dictaduras vividas y la guerra, como una forma de movilización social frente al horror en la lucha por un futuro compartido.
La memoria no nos lleva a vivir mirando hacia atrás. Es precisamente al revés: el presente está atado por el pasado porque teme mirarse en su espejo. La sociedad no puede asimilar sus experiencias de una forma constructiva y digna sin afrontar el legado de las violaciones y reconstruir la convivencia basándose en el respeto de los derechos humanos.
La verdad de los hechos es contada así en lenguaje histórico y jurídico, en el análisis estadístico y en la descripción sociológica de los hechos o de las estructuras policiales y militares responsables. Pero también incluye una verdad narrativa en la que se cuenta, a través de los testimonios de las víctimas, lo que pasó, hablando de lo que me pasó, que reivindica la dignidad frente a una historia de desprecio.
Pero para que la verdad sea asimilada por la sociedad se necesita una verdad moral que ejerza una función pedagógica y de la que se puedan extraer lecciones para transformar el presente. Para que el nunca más sea otra cosa que un deseo bienintencionado se necesita una memoria que nos lo recuerde. Que ejerza el papel de testigo de las atrocidades y de la resistencia. Porque si algo trae la memoria no son solo las imágenes del horror, sino la transmisión de las experiencias que forman parte de un sentido de humanidad compartida. Esta verdad moral, esta memoria compartida requiere de todo un proceso social, educativo y político para calar en la sociedad y transmitir aprendizajes a las nuevas generaciones. Es decir, es un proceso en el que también tiene un papel fundamental la justicia.
El valor de la justicia
Antes de que en Argentina hubiera lugares de memoria que todos reconocemos como un antídoto frente al terrorismo de Estado, como la ESMA convertida en espacio de memoria, el Museo de la Memoria o el lugar de memoria de Villa Grimaldi en Chile, las vueltas a la plaza y el pañal de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo se habían convertido en símbolos de una conciencia compartida. Desde esa movilización, que también se dio desde el inicio de los años 1980 en Guatemala en medio del terror con el GAM, hasta el juicio y la condena llevados a cabo contra Ríos Montt nos recuerdan que uno de los efectos más potentes del terrorismo de Estado es la impotencia aprendida.
Es decir, la convicción generalizada, que permea las actitudes sociales, de que no hay otro remedio que adaptarse a eso para sobrevivir y que termina extendiendo la parálisis al conjunto del tejido social. Algo que aprendí compartiendo con las víctimas y poblaciones afectadas de diferentes países es no creerse la realidad que se impone como única y el valor del intercambio entre iguales. Esos aprendizajes, que atraviesan las Américas, de experiencias en las que la gente se reconoce con otros que tratan de resistir frente a la violencia y la destrucción. Como señalaba en 1999 Luis Eduardo, un líder de la comunidad de San José de Apartadó, en Colombia, asesinado por una patrulla militar años después: «Aprendimos que lo que nosotros estamos tratando de hacer otros lo han hecho antes en otros países, porque a veces uno, solo, piensa que no se puede, que tal vez está loco».
Nada de lo que se ha logrado en América Latina en la lucha contra la impunidad, ni los procesos contra militares responsables de atrocidades en Argentina o Chile ni los procesos contra jefes policiales en Ecuador ni las condenas en la Corte Interamericana contra El Salvador por la desaparición de niñas y niños, habría sido posible sin esa lucha contra la impotencia que nace desde el mismo momento de los hechos, cuando las víctimas se niegan al mandato del olvido. Sin los recursos de habeas corpus puestos por los abogados que mostraban la extensión de la desaparición forzada en Chile y las denuncias en medio del terror de los familiares, que en su momento parecían una acumulación de impotencias, no habría habido caso Pinochet, como probablemente no habría habido el quiebre de las leyes de obediencia debida y punto final en Argentina. Ni tampoco habría habido un caso Ríos Montt en Guatemala que pusiera en su lugar a las víctimas y a sus victimarios. Y esa lección es también una victoria que ningún recurso judicial que trata de retorcer el brazo de la justicia va a revertir. La condena histórica por genocidio en Guatemala pone a la altura de lo que sufrieron las víctimas el reconocimiento del sufrimiento y la destrucción. En realidad, no habla solo del perpetrador y de las más altas responsabilidades. Habla de la dignidad de las víctimas.
Un abrazo a todos aquellos y todas aquellas que no creyeron en esa impotencia y lo hicieron posible.
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