El universo de las izquierdas partidistas en Europa comparte conjuntamente con las tan heterogéneas y contradictorias izquierdas de América Latina al menos una similitud: el escepticismo en cuanto a su capacidad para gobernar de manera efectiva. En América Latina hay tres experiencias concretas y recientes que son interesantes: la Concertación en Chile, el PT en Brasil y Alianza PAIS en Ecuador. No son partidos graníticos, y en su interior hay corrientes o tribus. Sin embargo, al momento de tomar decisiones políticas desde el Ejecutivo se han priorizado con mayor fuerza las corrientes internas más cercanas a la socialdemocracia. Ejemplo de ello es la política de transparencia y de gestión pública efectiva que caracterizó el primer mandato de Bachelet. El PT brasileño fue capaz de construir un modelo económico en el que las alianzas con el capital (local y extranjero) eran parte integral del modelo. Y en Ecuador, baste con decir que la dolarización no ha sido tocada para mantener la estabilidad macroeconómica. Las tres propuestas descritas han sabido llevar a cabo en casos concretos un corrimiento hacia el centro del espectro ideológico para priorizar agendas específicas que, más o menos, aseguran la estabilidad.
Aunque, hay que decirlo, la temática de la gobernabilidad no sea una nota necesariamente destacable. Hay un aspecto en concreto con el cual las izquierdas que arriban al poder tienden a no sentirse cómodas: evitar la tentación de modificar el set de reglas bajo las cuales fueron elegidas. Se puede pensar en el reciente caso de Honduras, y las reformas constitucionales implementadas en Ecuador, Venezuela y Bolivia confirman ese aspecto. Toda la literatura de ciencia política establece como uno de los componentes fundamentales de la gobernabilidad mantener las reglas del juego tal y como fueron encontradas. Es quizá Coppedge quien mejor lo apunta en sus seis condiciones de gobernabilidad, entre las cuales se destaca primero «el deseo de todos los grupos políticamente relevantes de comprometerse a algún tipo de arreglo institucional y sostenerlo en el tiempo». Lo anterior no solo apunta al estado de los partidos políticos y a la calidad de la representación, sino también a evitar, entre otras cosas, concederle mayores ventajas al Ejecutivo sobre los otros poderes (evitar izquierdas autoritarias) o modificar el período de mandato presidencial, es decir, plantear la posibilidad de reelección que por fuerza beneficie a quien la plantea.
La tentación de modificar las reglas del juego a conveniencia produce un efecto tal que ningún actor políticamente relevante tendría eventualmente incentivos racionales para respetarlas y comprometerse con ellas en términos del diseño que obliga por fuerza en tanto y cuanto son los compromisos institucionales aceptados (Pasquino dixit). Aquí es donde el debate deja de ser callejero, panfletero y militante para transformarse en un puro debate de ciencia política.
La experiencia europea, comenzando con la gestión de Felipe González en la España de 1982, mostró un socialismo obrero español que fue maduro para sostener los acuerdos alcanzados con el referendo constitucional de 1978. Una de las más grandes lecciones de un actor estadista desde la izquierda que participa viene precisamente de González: fue moderado y pragmático, más cercano a posiciones de centro-izquierda que a los sectores duros. Legisló para profundizar las libertades civiles y mantener gasto social, pero de igual forma mantener la política económica ortodoxa. En cuanto al diseño del sistema, no avaló conceder mayor espacio a los nacionalismos y con ello le otorgó continuidad al bipartidismo característico de España. Fue una izquierda que supo gobernar durante la transición y luego en época de bonanza (1996).
El reto de Syriza es diferente y dinosáurico. Ya no se trata de gestionar una crisis, sino de darles repuesta concreta a demandas ciudadanas que, en efecto, han puesto en tela de juicio que la agenda europeísta tenga sentido hoy para los griegos. Syriza no es solo una cuestión de oxigenar el sistema político griego, que se torna rancio (como lo hace Podemos), aunque es cierto que las simpatías hacia Podemos y Syriza vienen de clases medias que se han visto brutalmente tocadas por la crisis (lo que no sucede, por ejemplo, en México o en Guatemala). Syriza tampoco es una cuestión de plantear gobiernos legítimos, como lo hace permanentemente Morena en México. Dicho sea de paso, Podemos y Syriza son más democráticos dentro de ellos mismos que el piramidal proyecto personalista de AMLO. Pero Syriza (he aquí la clave de todo) tiene que definir si respeta o no los acuerdos firmados con Europa (suponiendo que logra suavizar las políticas de austeridad). O si, en efecto, se transforma en una izquierda nacionalista para resucitar el dracma y atender las necesidades inmediatas creando nuevas reglas del juego y desconociendo la deuda.
Al momento, su propuesta es retadora. Y queda claro que deja la austeridad. Plantea elevar el salario mínimo a los 751 euros (antes de los ajustes), cupones de alimentación, facilitar el pago de las deudas, crear 300 000 puestos de trabajo y aumentar el impuesto a las grandes fortunas. Es clara su posición de izquierda. Pero su comportamiento político es pragmático al decidir conformar gobierno de coalición (necesita solamente dos asientos para la mayoría absoluta) con la derecha nacionalista en lugar de, por ejemplo, con los comunistas. Extiende un pedazo del botín a la contraparte ideológica, con lo cual asegura gobernabilidad. Además, las tres posiciones de gabinete relacionadas con lo económico estarán cubiertas por perfiles tecnocráticos, y no por militantes del partido. Con esto, el corrimiento al centro es muy claro.
Como sea, Syriza existe porque el proyecto europeísta se olvidó de lo fundamental que debe significar Europa: solidaridad y tolerancia. Y si hay dinero para rescatar a los bancos, pues lo hay igual para rescatar a la gente. Y eso parece que Syriza lo tiene muy claro.
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