La realidad global de las áreas protegidas muestra un progresivo deterioro, hecho que podría reflejarse —consciente de que no incluye todos sus atributos— en la pérdida de cobertura boscosa natural. Las áreas protegidas no solo están cada vez más aisladas —en medio de mosaicos agropecuarios, con una acreciente relevancia de la novedosa palma africana— si no que dentro de ellas tiene lugar, al menos, un 37% de la deforestación nacional bruta. Sus administradores, frecuentemente están enfrentando nuevas y más complejas presiones con recursos cada vez más escasos y cosechando, obviamente, cierto desgaste institucional, pues la opinión pública no califica de exitosa a una entidad cuyo ámbito de responsabilidad no es floreciente. Estos elementos también son aprovechados por los eternos detractores de este instrumento de conservación. Pretender mejores resultados en las áreas protegidas cuando los administradores están subfinanciados, es como pedirle a un niño de 10 años que gane una maratón de atletas profesionales.
Es por ello que cualquier estudio que pretenda medir la efectividad de las áreas protegidas como instrumento de conservación de la biodiversidad, debe considerar el contexto político-institucional, económico y social dentro del cual se circunscribe la gestión de éstas. Deben incluirse en el análisis, necesariamente, las relaciones de inversión-efectividad. Contrario al debilitamiento de los Sistemas de Áreas Protegidas, estos estudios deben ser la base para relanzar este mecanismo buscando su fortalecimiento dentro de los nuevos contextos imperantes —de escases de recursos financieros, de necesidades básicas insatisfechas, pero también de mayor vulnerabilidad sistémica asociada grandemente a la degradación ambiental local y global—.
Tomar control pleno de las áreas protegidas por parte de sus administradores, en su sentido más amplio, genuino y acorde a la realidad nacional —es decir, en un sentido en el que se garantizan bienes naturales de consumo y servicios ambientales para toda la sociedad, se involucra a pobladores dentro y alrededor de éstas áreas en pequeñas y medianas iniciativas empresariales rurales y se contribuye a erradicar la pobreza— requiere dotar a los administradores de capacidades suficientes para concretar estas legitimas aspiraciones. Por un lado, deberán hacerse inversiones extraordinarias para llevar a las áreas protegidas a niveles razonables de infraestructura, personal y equipo y por otro, deberán asegurarse presupuestos ordinarios suficientes para operar cotidianamente conforme el sentido anteriormente planteado.
Siendo las áreas protegidas las reservas ambientales más importantes y estratégicas para el país, las necesidades financieras de estas deben ser asumidas por el país. Los fondos, cada vez más escasos, provenientes de la cooperación internacional, no pueden ni deben ser vistos como la base de un asunto tan estratégico para la nación. El desafío es que los gobiernos, frecuentemente aliados con poderes corporativos nacionales y transnacionales, no solo entiendan este punto de vista, sino que también fomenten el establecimiento de una estrategia de financiamiento integral y sostenido de las áreas protegidas, que debe incluir fondos públicos derivados quizá, de un impuesto especifico para la conservación; eficientes mecanismos de mercado para la recaudación de fondos —tarifas, concesiones, licencias, entre otros— y convenios internacionales en torno de aquellas áreas de relevancia mundial. La implementación simultánea de estas estrategias debe asegurar los recursos ordinarios y extraordinarios que requieren la gestión ambiental en general y las áreas protegidas en particular. Propuestas actuales y técnicamente solidas, ya existen. Entre otros URL-Instituto de Agricultura, Recursos Naturales y Ambiente (Iarna) y el Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi) han generado una que será presentada en el contexto del próximo Perfil Ambiental de Guatemala.
Finalmente, es necesario reconocer que el desempeño ambiental y de gestión de áreas protegidas no es peor que lo que el país exhibe en otros ámbitos de la gestión pública, realidades que corresponden a su condición de “país mal administrado”. Pese a esto, hay que decir claramente que si hoy aún quedan algunas “reservas ambientales” es por este trabajo defensivo, impulsado en condiciones tan desventajosas por los administradores de áreas protegidas, y tan incomprendido —y en algunos casos boicoteado— por la mayoría de estamentos de la sociedad.
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