El ambiente de crisis que nos envuelve se exacerba en la medida en que la población se convence que la corrupción mantiene una destructora influencia en las instancias donde se diseñan y se implementan políticas públicas y sus respectivos instrumentos –legales, económicos y de sensibilización, entre otros. El Organismo Legislativo, por ejemplo, parece que está decidido a consolidarse abiertamente como una escuela de corrupción. Así mismo, el Organismo Ejecutivo no parece decidido a erradicar contundentemente los focos de corrupción que lo marcan de arriba hacia abajo y de un lado hacia otro. La incapacidad extendida en una alta proporción de las entidades del Ejecutivo, amalgamada con la corrupción extendida –en todas sus formas- es una verdadera bomba que destruye todas las posibilidades de salir de este círculo vicioso de subdesarrollo.
La corrupción termina prestando un buen servicio para aquellos sectores y personas con intereses particulares que buscan permanentemente controlar la dirección de la política pública –y de los respectivos recursos financieros– para beneficiarse de ella y vetar aquellas iniciativas que buscan modificar el statu quo. Y es que iniciativas para modificar este sistema nuestro, concentrador en lo económico, excluyente en lo social, degradante en lo ambiental y corrupto e incapaz en lo institucional, son abundantes. Muchas de ellas ya han mostrado sus bondades en otros países latinoamericanos.
¿Cuál es el punto de partida para mejorar este sistema? Una cuota inicial de confianza para aproximar las visiones y un poco de identificación con las víctimas de este sistema –todos con nombre y apellido, pero con una ciudadanía precaria– donde todos ganan algo. O como decía un empresario brasileño, en un reciente intercambio entre estos y varios sectores nacionales, “un acuerdo donde todos estén mínimamente satisfechos” para iniciar el cambio que necesitamos.
¿Quién construye esa cuota inicial de confianza? Y, ¿quién lidera ese acuerdo básico con la mínima satisfacción para todos? Me parece que el Presidente. ¿Aún tiene capital político para hacerlo? Me parece que sí. ¿Quiere hacerlo? Si se juzga esta pregunta a la luz de las acciones antes que del discurso, me parece que no. Y es que la principal y más certera forma de construir confianza es la de los resultados. Solo en materia de desarrollo rural –donde hasta la saciedad se ha mostrado el potencial dinamizador del desarrollo local a través de las economías campesinas, las ineficiencias, las promesas incumplidas y las asignaciones financieras para el futuro próximo, son simplemente desastrosas. Y si revisamos el desempeño ambiental a casi un año de Gobierno, solo nos podremos encontrar con una trayectoria creciente de todos los problemas ambientales. Y bajo el enfoque de las menciones honoríficas, el Gobierno ha desvirtuado, como nunca antes, el espíritu de creación del Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales.
Para cambiar el país, tentativa que requerirá al menos de unos 12 años continuos de trabajo transparente y bien hecho, hay que empezar ahora y eso requiere un liderazgo nacional contundente, legitimo y con valor para invitar a todos los sectores a jugar el rol que les corresponde, y ajustar su influencia al nivel que les compete. Solo un gobierno fuerte y una sociedad vigilante van a poder evitar la sobre determinación de poderes económicos nacionales e internacionales empeñados en arrasar la naturaleza y a bloquear una plataforma económica propia para miles de familias guatemaltecas que están a la deriva.
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