Ciertamente, esas son las ideas que con riguroso adoctrinamiento, los autoidentificados libertarios y/o los defensores del poder económico tradicional, han tratado de implantar
—con relativo éxito en un segmento, pequeño pero importante, de la población— respecto de la pobreza, la desigualdad y el camino para construir desarrollo en Guatemala. Y cual dogmas religiosos hemos presenciado a jóvenes —y no tan jóvenes— repetir sin cuestionamiento alguno las mismas palabras. En un país donde la educación no promueve el pensamiento crítico, sino todo lo contrario, estas ideas caen en terreno fértil. Pero siempre tendremos la oportunidad de cuestionar lo que nos han enseñado y lo que hemos asumido como creencia.
Las estadísticas nos siguen ubicando en los primeros lugares de desigualdad en la distribución del ingreso —junto con Brasil y Bolivia— de América Latina, el continente más desigual del mundo, dicho sea de paso. El 10% de la población más rica del país concentra alrededor del 40 % del ingreso total, mientras que el 10% más pobre tienen poco más del 1%. Si bien estas cifras pintan alarmantes contrastes, no dejan de dar sino una pincelada de la realidad, pues imposible es que las encuestas de hogares —fuente para el cálculo— recaben data de los hogares ubicados en la cúspide de la distribución de ingresos. Pero otros indicadores, menos ortodoxos y cuantificados —como el de avionetas privadas per cápita, que según notas de prensa coloca al país entre los primeros del mundo—, nos dejan olfatear hasta dónde coexisten en este pequeño país realidades abismalmente polares.
Cabe recordar que no es lo mismo la desigualdad ocurrida por las decisiones que tomemos, las preferencias que tengamos, el esfuerzo y empeño en el trabajo, etcétera; entre aquellos que arrancamos más o menos desde la misma plataforma. Que aquella generada por haber nacido en el área rural (71% de la población pobre vive en ese ámbito), de padres sin escolaridad (1.4 años de escolaridad promedio tienen los jefes de familia del 20% de los hogares más pobres), por ser indígena (74.8% de esta población vive en pobreza), por ser mujer (siguen teniendo mayores barreras para acumular años de educación), por tener que trabajar en vez de estudiar (47% de los hogares del quintil más pobre tienen niñez económicamente activa) o por un mal rendimiento escolar por haber sufrido desnutrición crónica (43% de los niños o niñas menores de 5 años la padecen).
La pobreza afectaba hace cinco años a la mitad de la población, y la pobreza extrema a cerca de dos millones de guatemaltecos. Desde la óptica capitalina o urbana, resulta difícil entender o imaginar lo que en realidad refleja esas cifras, pues es muy posible que nunca hayamos visto de cerca la cara de la pobreza y la pobreza extrema. Pero para los que hemos tenido ese acercamiento, es evidente la dificultad que estos hogares tienen para salir de esa condición. Ni la creatividad, ni la innovación, ni el efecto rebalse del crecimiento económico, ni la mano invisible, ni la mano de Dios son suficientes para lograr avances significativos. No será sino cuando los hijos de estos hogares logren evadir la desnutrición y sus fatales efectos, tengan acceso a salud, se liberen del trabajo infantil y logren alcanzar más y mejor educación; que habrá un progreso en la materia.
En efecto, la desigualdad de oportunidades durante la niñez es en gran medida la generadora de la tremenda desigualdad de ingresos en nuestro país, así como de la transmisión intergeneracional de la pobreza. Los predicadores del neoliberalismo siguen aduciendo que el crecimiento económico y creación de riqueza serán suficientes para hacernos avanzar en la senda del desarrollo, sin embargo, la historia —nuestra y de otros— nos muestra que no es así. El crecimiento económico —ciertamente necesario, pero totalmente insuficiente— no llevará ni escuelas, ni educación, ni salud, ni oportunidades a aquellos caseríos dispersos en el área rural donde la pobreza extrema supera el 50%, ni dará bienestar a las poblaciones excluidas. Las sociedades que encabezan el ranking mundial en bienestar apostaron al desarrollo humano, y para ello se requiere de Estado, de políticas públicas —sólidas, coordinadas y continuas—, y de recursos para ello.
Con don Homo Económicus coincido al menos en algo: efectivamente “para salir de pobres es fundamental cambiar nuestra mentalidad”. Dejemos de promover la repulsión al Estado, a su capacidad, su rol y su responsabilidad; pues acá como en cualquier lugar del mundo se requerirá de él para avanzar en estos como en otros temas —seguridad y justicia, por ejemplo—. Un Estado pichiruchi —como diría Mafalda— beneficiará a algunos ciertamente —unas cuantas familias, unas cuantas personas y a unas cuantas estructuras poderosas—, pero por seguro no a la sociedad guatemalteca. No nos sumemos a las fuerzas debilitadoras de éste, que tanto desde adentro como desde afuera han provocado el agónico estado en el que está. Critiquemos y señalemos, sí; pero constructiva y responsablemente.
Y por otro lado, aunque lejanos, no demos la espalda a la mitad de la población guatemalteca que vive en pobreza. En contraposición a la postura de la derecha chapina —tan radical e ensmismada— que con arrogancia supone que los pobres son pobres porque lo quieren; asumamos más bien el consejo de Saramago —que cité ya en el pasado—: “Las miserias del mundo están ahí, y solo hay dos modos de reaccionar ante ellas:…encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo… o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera”. En el mundo parece haber cada vez más preocupación por revertir estos fenómenos —la pobreza y la aberrante desigualdad— y construir sociedades más justas e incluyentes, pareciera que cada vez más personas se indignan ante ello. ¡Sumémonos mejor a los indignados!
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