El asunto está en esclarecer de qué pueblo o pueblos hablamos. Si nos referimos a la mayoría de quienes habitamos este territorio, necesariamente habremos de pensar en los pueblos mayas, garífuna, xinca y mestizo, así como en los pueblos que han emigrado a Guatemala y enriquecen la pluralidad cultural e incluso a quienes todavía se consideran criollos o cuasi peninsulares.
Son muchos pueblos, no uno solo. Por lo tanto, cabe preguntarse cuál de esos pueblos merece tener esta clase política y, por ende, el gobierno que de ella emerge. ¿Será el pueblo maya en sus distintas expresiones, que ha vivido la exclusión y la discriminación por siglos? ¿Será el pueblo xinca, que ha compartido con los mayas la excluyente y discriminadora relación con el Estado? ¿Será el pueblo garífuna, olvidado entre los olvidados? ¿Será el pueblo mestizo, que ni siquiera logra construir identidad propia? ¿Serán los pueblos que han emigrado desde otras latitudes? ¿Serán los criollos o cuasi peninsulares?
Tal vez si invertimos la pregunta y no la basamos en el pueblo como tal, sino en su relación con el poder, podamos entonces encontrarle respuesta. Es decir, veamos quién o quiénes han podido tener decisión en cuanto a cómo se organiza el Estado, cómo se distribuye la riqueza, cómo se regula el relacionamiento social y cómo se construye la opinión pública.
Salvo los 10 años de la histórica primavera democrática —entre 1944 y 1954—, desde la fundación formal de la República en 1821, el control estatal ha quedado en manos de las élites herederas de la sangrienta conquista. Desde la acumulación de sus capitales originarios mediante la concentración de patrimonios han dirigido los destinos del país, sin éxito para la mayoría. El éxito de su gestión, en todo caso, ha estado en lograr que sistema y andamiaje legal operen en correspondencia con sus necesidades elitistas.
Por ejemplo, en las seis décadas transcurridas desde la intervención mercenaria en 1954, la élite gobernante para la élite gobernadora ha destruido la débil institucionalidad, a tal grado que se encuentra a las puertas del colapso. En su juego perverso de encender dragones y lanzarlos al ruedo político han dejado que estos destruyan con fuego y cola cuanto espacio logran abarcar. Después, arrepentidas de las travesuras que sus creaciones han hecho, buscan sin éxito tenerlas bajo control. Como cualquier irresponsable dueño de mascota que la deja defecar en la calle y se olvida del producto, de igual forma las élites abandonan a su criatura con todo y desechos mientras empiezan con el acicalamiento de la próxima en el turno.
Mientras tanto, el resto de la gente, aquel que no tiene acceso al poder ni mucho menos a los espacios de decisión, muere de hambre, de abandono, de violencia. Vive en inequidad y exclusión, tan solo para garantizar la riqueza que los detentadores del poder seguirán acumulando a costa de la sangre y de la vida de la mayoría.
Entonces, ese pueblo que no decide quién gobierna, cómo se legisla ni cómo se aplica la justicia no puede ser merecedor de un gobierno que, como el actual, hace resonar las botas del autoritarismo y la corrupción, como no se merece mantener con su trabajo al parasitario sistema del elitismo racista y discriminador que lleva más de cinco siglos de gestión inútil de la cosa pública. Tiempo es ya de encontrar caminos de convergencia para sacudirse las pulgas y los ácaros de la piel. Tal vez entonces empecemos a tener por qué celebrar algún día patrio.
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