Liberado finalmente en febrero de 1990, la simpatía por su lucha y larga detención -más de 27 años- era enorme entre la sociedad y los académicos brasileños, para quienes cada día que pasa su vinculación con África es cada vez mayor, tanto afectiva como cultural, política y económicamente.
La entrega de tal homenaje se realizó más de un año después, el 5 de agosto de 1991, cuando el para entonces héroe de la resistencia contra el racismo realizaba una rápida y amplia gira por América Latina y el Caribe. El calor del cerrado brasilense era intenso, y las autoridades universitarias habían decidido que, por cuestiones de seguridad, el homenaje se realizaría en el cómodo y moderno auditórium de la Rectoría. Pero el auditórium apenas si tenía aforo para 150 personas, por lo que las autoridades universitarias viendo el gran número que personas que nos apostamos en sus puertas para vitorearlo, optaron primero por trasladar el acto a otro con mayor capacidad pero, ante la imposibilidad de hacerlo también allí, pues los riesgos de seguridad ante tanto tumulto eran mayores, debieron hacerlo en medio del campus, de manera improvisada al pie de un enorme e inmenso árbol tropical.
Todos entusiasmados no parábamos de aplaudir, el acto debió ser sencillo y breve, y cuando desde alguna garganta salieron las primeras notas de la Internacional todos, en distintos idiomas, la entonamos. Nelson Mandela sólo sonreía. Se notaba que tanta libertad, tanto aire, tanta juventud que en ese país le demostraban aún le aturdían. Casi tres décadas de encierro no habían agotado su sonrisa, pero habían afectado su comodidad en los tumultos. Recibió el diploma, levantó los brazos y con su mirada limpia y brillante nos dijo adiós.
Allí, de pie, apretado por cientos de jóvenes a quienes casi doblaba la edad, no pude sino pensar con tristeza en los cientos de detenidos-desaparecidos que en mi país no podrían encontrar nunca más un saludo o una sonrisa, mucho menos la alegría de conmemorar su libertad.
Sé que mis primeros pensamientos fueron dirigidos a mis entrañables amigos Héctor Alirio Interiano y Emil Bustamante, con quienes una década antes varias veces habíamos conversado sobre la importancia de que un líder de las dimensiones de Mandela estuviese detenido. Él había sido un símbolo y luego una esperanza. Ellos apenas un duro y lacerante recuerdo de la impunidad. Pensé en Marco Antonio Molina, ese patojito de apenas catorce años que secuestrado por el Ejército de Guatemala nunca se tuvo más noticias de él.
Pronto la multitud fue desapareciendo; a lo lejos, posiblemente en el departamento de música, un clarinetista interpretaba un alegre y simpático frevo con cadencias de maxixe; mi paisano Julio Barrios (QEPD) -ex dirigente del EGP- se me fue aproximando y, silenciosamente se sentó a la par mía. Nos invadió la nostalgia de la catástrofe guatemalteca, donde la llegada de la frágil democracia no había sido una conquista popular sino un simple escape a la presión de las élites, controlada rigurosamente por los militares que de represores se habían transformado en contrabandistas y comerciantes evasores.
Ambos pensamos en nuestros conocidos desaparecidos y sentimos envidia de los sudafricanos, donde a pesar de lo despótico y sanguinario de su racismo, los líderes de la oposición habían sido detenidos y juzgados, mañosa y arbitrariamente, pero públicamente encarcelados. En Guatemala, Manuel Colom Argueta o Alberto Fuentes Mohr habían tenido peor suerte, ya no digamos Bernardo Alvarado Monzón y Huberto Alvarado Arellano, quienes marxistas como Mandela, al ser detenidos nunca fueron presentados ante autoridad competente y luego de torturados hasta lo indecible, asesinados y desaparecidos.
Hoy, pasado ya tanto tiempo, los sudafricanos se debaten en paz para mejorar su democracia y lograr las metas que Nelson Mandela algún día propuso; tendrá exequias de héroe y nadie cuestionará su ideología.
Mientras, en este olvidado y sanguinario país, apenas si podemos gritar con un nudo en la garganta para exigir que nos digan dónde están los detenidos desaparecidos, mientras los esbirros se escudan tras supuestas amnistías, maniobras jurídicas y complicidades silenciosas, mostrándose ahora hasta hipócritamente compungidos ante la muerte de este portentoso líder.
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