Sin embargo, en estos dos últimos casos se pueden cambiar más fácilmente. El católico puede dejar de serlo y adquirir otro credo, o simplemente dejar de creer (claro que antes esto no era tan sencillo, podía implicar persecución de la Iglesia). El guatemalteco puede optar a la ciudadanía norteamericana, aunque sea después de un largo y tortuoso proceso. Incluso, en la actualidad, la identidad de género es más fluida, y existe la posibilidad de cambiar de sexo. En contraste, la identidad étnico-racial nos acompaña a lo largo de toda la vida. Es casi imposible que el indígena sea considerado por otros y por él mismo como criollo, o que el negro se vuelva indígena. Claro que hay formas de ladinizarse, como es el caso de los indígenas que optan por dejar de lado su idioma materno y el traje tradicional y así adoptar costumbres distintas. Pero esto ocurre porque la categoría ladina es la más indefinida, o la más abarcadora de las otras. Este nuevo sujeto, asimilado como ladino, simplemente eligió, o se sintió obligado a adoptar, una nueva identidad como estrategia de supervivencia. Por ello no podemos calificarlo como una “aberración” así como no lo haríamos si una persona cambia de sexo, a no ser que nos cueste mucho comprender la naturaleza humana.
Entonces, ¿Cuál es el problema? Para mí es la estratificación social basada en identidades heredadas, de las cuales difícilmente nos podemos apartar y que, por lo tanto, nos impiden la movilidad ascendente en la pirámide social. Solamente revoluciones que rompen con esos criterios de estratificación, o el lento cambio del significado de esas mismas identidades, permiten la movilidad. Por ello, tanto los triunfos conservadores como liberales del siglo XIX abrieron espacios al sujeto ladino guatemalteco (aunque por conveniencia estratégica de la élite criolla), que ya no era el mestizo del siglo XVI (quien por ser hijo de español e indígena ocupó una u otra categoría, según el estatus socioeconómico del padre). Lo ladino sí implica mestizaje, pero en el sentido más amplio, y no sólo entre dos grupos sino entre varios. Por eso concibo al ladino como un sujeto histórico que articula las diferencias en Guatemala (ver diagrama conceptual).
Como lo dije anteriormente, la ladinidad guatemalteca no implica negación de su componente genético y cultural indígena. No obstante, es cierto que algunos ladinos niegan tener ascendencia indígena, pero esto es por ignorancia más que por rechazo a priori de la misma. Mi experiencia con la investigación genealógica me indica que hay mayor probabilidad de rechazo a la ascendencia africana que a la indígena, aunque esta última se asume mejor si va decorada con algún dato sobre la nobleza pre-hispánica. Lo interesante es que en las dos regiones de mis ancestros, la Verapaz y Petén, la categoría ladina viene precedida de una africana, como “esclavo” en el ingenio azucarero de San Gerónimo, o “pardo” en el caso de los soldados yucatecos que fueron enviados contra los itzaes, ambos en el siglo XVIII.
Los grupos étnicos o raciales son el resultado de la propensión que tiene nuestro cerebro a clasificarlo todo, especialmente a otros individuos, como referencia para futuras interacciones de cooperación o competencia. Las identidades, es decir, el sentido de pertenencia a uno u otro de esos grupos, también son una necesidad humana, un mecanismo evolutivo de supervivencia. Aunque también está claro que estos grupos e identidades pueden cambiar su significado y relevancia en el tiempo. Estoy seguro que si todos en Guatemala tuviéramos acceso a conocer nuestro árbol genealógico e historia familiar cambiarían nuestras percepciones y prejuicios sobre el “Otro” pues nos daríamos cuenta que somos parte de un gran “Nosotros”. Estudios del ADN como los que hace National Geographic también servirían para concientizarnos sobre la riqueza de la diversidad humana, producto de migraciones continentales durante los últimos 50 mil años de la especie, que cuando son rastreadas hasta su punto de origen nos conducen al África, y a entendernos como hermanos.
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