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Ser mujer y ser maya

Tengo que decir que vivir en la ciudad capital no es fácil comparado con vivir en el lugar de origen, pero también he comprendido que si mi papá nos dejó allí fue para salvar nuestras vidas.
Daba coraje que no había forma de sobrevivir, habían muchos abusos por parte de compradores, rebajaban y querían los mejores productos, había violencia que lastimaba el autoestima.
"Soy mujer y simbolizo a los “otros” en Guatemala, es decir, los que no son blancos, ladinos/mestizos, escolarizados y de clase media, somos la “otredad”. Es aún mayor y marcada la opresión cuando somos mujeres indígenas, porque se suma el patriarcado".
"Mi niñez se truncó y no tuve oportunidad de estudiar como muchas niñas de mi generación. Ha sido un largo duelo alterado porque no pudimos despedir a mi papá. Al dolor se suma la indignación, la impotencia y el no entender por qué nos tocó vivir así".
"Desde niña me convertí en adulta, porque todos los días tenía que aportar para que tuviéramos donde dormir y que comer. La desaparición de mi padre fue un cambio brutal, porque antes de esta trágica experiencia, si bien es cierto, mi vida no era perfecta, mi familia estaba integrada".
"Daba coraje que no había forma de sobrevivir, habían muchos abusos por parte de compradores, rebajaban y querían los mejores productos, había violencia que lastimaba el autoestima".
"Tengo que decir que vivir en la ciudad capital no es fácil comparado con vivir en el lugar de origen, pero también he comprendido que si mi papá nos dejó allí fue para salvar nuestras vidas".
"Daba coraje que no había forma de sobrevivir, habían muchos abusos por parte de compradores, rebajaban y querían los mejores productos, había violencia que lastimaba el autoestima".
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Ser mujer y ser maya

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“… nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos…”, escribió Virginia Woolf, en 1929, en “Una habitación propia”, el ensayo en el que plantea la necesidad de que las mujeres tengan un espacio propio para crear, para hacer que se escuche su voz. En esta serie, Plaza Pública reanuda la pregunta: ¿Cómo construyen su habitación propia las mujeres guatemaltecas? Aquí responde la socióloga Victoria Tubin.

Soy mujer y simbolizo a los “otros” en Guatemala, es decir, los que no son blancos, ladinos/mestizos, escolarizados y de clase media, somos la “otredad”. Es aún mayor y marcada la opresión cuando somos mujeres indígenas, porque se suma el patriarcado. Pero, seguimos resistiendo, aportando para transformar y construir un mundo mejor. No es ni ha sido fácil, expresar, vivir, sentir y manifestar la propia identidad…

Mi papá, Sebastián Tubin Poyón, fue víctima de desaparición forzada, el 13 de septiembre de 1981. Han pasado 33 años y no hemos sabido qué fue de él. Sólo nos queda el testimonio de algunos testigos que vieron cómo fue forzado, torturado y que ya inconsciente lo subieron arrastrado al antiguo destacamento militar de San Juan Comalapa, donde hasta ahora tampoco ha aparecido su cuerpo.

Mi niñez se truncó y no tuve oportunidad de estudiar como muchas niñas de mi generación. Ha sido un largo duelo alterado porque no pudimos despedir a mi papá. Al dolor se suma la indignación, la impotencia y el no entender por qué nos tocó vivir así. Desde niña me convertí en adulta, porque todos los días tenía que aportar para que tuviéramos donde dormir y que comer. La desaparición de mi padre fue un cambio brutal, porque antes de esta trágica experiencia, si bien es cierto, mi vida no era perfecta, mi familia estaba integrada.

Teníamos una casa grande, mi papá tenía sus tierras para sembrar; mi mamá, sus gallinas criollas, su arte ancestral de tejedora y escribana desde los hilos, colores y formas donde producía historia y conexión con el Universo. Los pocos recuerdos que tengo de mi casa, es que era linda, había un área solo para las mazorcas de maíz de cuatro colores, teníamos donde jugar con mis hermanos. Me acuerdo que no teníamos preocupaciones, pero todo cambió drásticamente, los secuestros, asesinatos y masacres se volvieron cotidianos en el municipio. Estudiaba en la escuela de niñas Mariano Rossell y Arellano. En ese entonces, muchas veces veía el acarreo de muertos en vehículos, los extendían en el parque central. En silencio, la gente caminaba y desde lejos intentaba ver quiénes eran los muertos; no se acercaban, mi mamá me había dicho que nunca me acercara porque esto podría ser suficiente para que nos maten porque nos vincularían con ellos. No entendía el mensaje, tampoco imaginé que era para causar miedo, paralización y el mensaje claro de que podía pasarnos lo mismo si alguien se oponía a algo.

Era el mensaje del silencio, del miedo, del terror y que mejor si ya nadie platicaba. Me di cuenta que mi papá sufría de insomnio, no podía dormir, mi mamá también. Luego las amenazas directas hacia mi papá, la represión e incertidumbre obligó al desplazamiento y a perder todo lo que teníamos; no tengo el espacio para hacer un listado de lo que perdimos, salimos de allí casi sin nada, sin futuro. Meses después fue secuestrado.

Nos dejó en el municipio de Villa Nueva. Mi madre, valiente mujer que sin conocer la ciudad capital, sus dinámicas de socialización y de trabajo pesado, marcada por la exclusión y abusos por parte de ladinos/mestizos, supo hacerle frente con cuatro niños a su cargo y sin el respaldo económico necesario para proveernos una vida digna. Tengo que decir que vivir en la ciudad capital no es fácil comparado con vivir en el lugar de origen, pero también he comprendido que si mi papá nos dejó allí fue para salvar nuestras vidas, de lo contrario no estaría yo para contar lo que nos ocurrió y que ahora sé que esta no  es sólo mi historia, sino de muchas personas de mi generación, con quienes compartimos nuestros sentimientos de dolor, de indignación y de impotencia ante la falta de justicia y verdad, de la negación de la memoria histórica.

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Me acuerdo que mi madre pidió ayuda a algunos familiares de mi padre en Villa Nueva. Nos dieron sólo un lugar para dormir — un corredor de una casa que estos familiares alquilaban —, y tampoco fue gratis. A veces no había que comer ni donde cocinar; mi madre lloraba y no sabía si era por tristeza o porque no tenía para darnos de comer. Era muy triste, muy duro; además de las agresiones raciales, había pocas familias mayas en el lugar. La gente nos miraba con desconfianza, con odio, desprecio y murmullos de burla; que por cierto lo siguen haciendo, parece que estuvieran viendo zombis, extraterrestres; o que con el solo hecho de tocarnos contagiáramos un virus incurable.

Son varias reacciones desde el rechazo total de hablarnos, hasta el señalamiento de “india sucia, patas rajadas, indita tenía que ser…”, entre otras, en algunos casos hasta empujones dan. Al extremo que una vez, un vecino, llegó enfurecido a mi humilde vivienda que estaba construida con latas de chatarra y láminas viejas; le gritó a mi madre, la acusó de “bruja”. “Indios... regresen a su cueva, qué hacen aquí, esto no es lugar para ustedes”, ”por qué salieron de sus cuevas”, gritaba entre palabras obscenas e hirientes.  Con su machete afilado golpeaba la casa, buscando a mi madre quizás con la intención de matarla. Destruyó parte de lo que era nuestra casa. La vida es linda y justa que no permitió tal hecho. Tuvimos que poner una denuncia y gracias a un abogado se le puso un alto a la agresión de este vecino.

Extremos de odio, de rechazo que no dependían del grado de escolaridad; mi madre no es profesional, pero sí sabe leer y escribir, en cambio hemos conocido mujeres ladinas/mestizas que no pueden reconocer una vocal, pero se sienten con poder de acusarla de prostituta, ladrona, y salvaje. Siempre decían que “al menos no soy india” y aunque algunas eran madres solteras la acusaban de prostituta por el solo hecho de verla sola con nosotros. Esto siempre me causó mucho dolor y sufrimiento, sobre todo porque las acusaciones no respondían a los hechos, sino a otras causas que pocas veces querían reconocer las personas ladinas/mestizas. No podíamos regresar a mi pueblo porque ya no teníamos nada; mi madre recibió muchas amenazas, ella tenía miedo que nos mataran a todos.

Ahora, con mi preparación académica y mi análisis resultado de investigaciones, comprendo por qué es común escuchar que las mujeres mayas son calificadas de ignorantes más que los hombres mayas, “pasivas, calladas y no saben nada, no conocen su propio cuerpo”. Es reconocer que vivimos en una sociedad racista, al extremo que nos asumen como carentes de cualidades humanas, por lo tanto, representamos lo “salvaje”, lo “incivilizado”, “primitivo”, el “folclor”, la “cosa”. Prejuicios que no sólo son comunes en la calle, en los centros educativos y medios de comunicación, sino en los altos niveles académicos, “centros de pensamiento y culturales”, e instituciones públicas donde se reproduce con frecuencia el racismo, alimentado de estereotipos que denigran la condición humana de las mujeres mayas, garífunas y xinkas.

¿Por qué decimos que el racismo es una forma más de violencia? ¿Por qué se evidencia más hacia las mujeres? La denigración de las mujeres es parte del sistema patriarcal y racial, con prácticas particulares, que opera con impunidad, legitimidad y que ha sido normalizada, porque para la mayoría no indígena es normal, natural y necesaria la opresión racial. Los actos no son sólo las calificaciones, estereotipos y prejuicios raciales; son todas las formas de violencia que se ejercen, los discursos e imaginarios sociales que atentan contra la dignidad de mayas, garífunas y xinkas, les niega el derecho a ser parte de su territorio, cosmovisión y visión política. El Estado a través de sus instituciones promueve el racismo, condiciona las formas de vida, los espacios son racializados, estimula la superioridad y la inferioridad como una condición de las relaciones sociales y hasta se hace creer que las desigualdades son innatas y necesarias.

Retomando mi experiencia de vida, una de las dificultades que tuve fue no poder estudiar mi primaria. Mi niñez fue sólo para trabajar y sobrevivir en penurias. Vendía frutas y elotes asados como medio de sobrevivencia, en una de las principales calles de Villa Nueva. Recuerdo que habían días que no había venta, mi madre no recuperaba el dinero invertido. Daba coraje que no había forma de sobrevivir, habían muchos abusos por parte de compradores, rebajaban y querían los mejores productos, había violencia que lastimaba el autoestima. Sin embargo, siempre tuve esperanzas de un nuevo día, soñé mucho con estudiar y que mi vida sería distinta, que lo más duro y difícil pronto acabaría, nunca vi imposible lograrlo.

Sandra Sebastián

Fue hasta los 15 años cuando pude reiniciar mi primaria en una escuela nocturna de Villa Nueva, no era fácil porque salía a las 10 de la noche, me cansaba mucho; las practicas raciales no estaban fuera de esta realidad, muchos de mis compañeros y compañeras de estudio, pese a estar en el mismo nivel, además de la limitación de estudiar en la nocturna, no me hablaban, pasaban de largo, murmuraban. Escuché más de una vez que se burlaban de las mujeres que al iniciar el ciclo escolar llegaban con su indumentaria maya, a los pocos días presionadas por el racismo, renunciaban a su vestimenta. En este escenario, las agresiones eran más duras, el desprecio y rechazo lastimaban en lo más profundo.

Pero esto me consolidó la resistencia de no renunciar a mi vestimenta, analizaba esa situación y me parecía tonto complacer a quienes insistían en que renunciara a mi vestimenta, pero al mismo tiempo crecía el rechazo, las burlas y desprecios. Me fortalecí en pensar que era mejor que no me hablaran las personas que más me desprecian a que me hablaran con hipocresía, al menos estaba clara que si me hablan saben que soy yo, que no necesito una máscara o un disfraz para ocultar mi ser. Así que me sentí sólida con mi identidad maya, aunque las pocas personas que me hablaban me estimulaban la idea que me vería mejor si me quitaba el huipil y el corte, que así se fijarían los jóvenes en mí. Me acuerdo que un muchacho se fijaba en mí, pero por el racismo nunca se atrevió a decirme nada; yo estaba clara, no quería ni pensaba en casarme porque lo que más buscaba era cambiar mi situación de pobreza, tener un futuro mejor, por eso ni me preocupó su reacción.

Del cansancio de la nocturna, del acoso sexual de algunos maestros, decidí buscar otro lugar para estudiar. Supe del Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica (IGER), que es un sistema de aprendizaje a través de un programa radial, decidí inscribirme para terminar Sexto Primaria y luego mi secundaria. En este último tuve la oportunidad de participar como facilitadora de alfabetización y de Primaria a través del apoyo de un gran hombre, de buen corazón, el sacerdote belga Rafael Bauwens (+) quien creyó en mí, me impulsó con sus sabias experiencias a soñar y confirmaba mi creencia de que los pueblos mayas y mujeres tenemos dignidad y derechos. Me encantaba platicar con él, siempre motivaba mi lucha y fortalecía mi sueño de que las injusticias acabarían.

Mi meta en ese entonces era sólo terminar mis básicos, pero luego imaginé verme como maestra de educación primaria, así que decidí desafiar ese sueño, porque miraba el futuro, imaginé que mi trabajo de facilitadora no sería para toda la vida, tendría que trabajar en otro lugar, creí entonces necesario estudiar magisterio. Fue así como ingresé al Instituto Normal Mixto Rafael Aqueche, al inscribirme me pusieron una observación en mi expediente, que por haber estudiado en un centro educativo no convencional, sería imposible lograr nivelarme con el resto de estudiantes; me condicionaron y advirtieron, me pidieron esforzarme por estudiar más que los demás para nivelarme porque según las autoridades del establecimiento mi capacidad no era igual al resto de estudiantes. A esto se sumaba la responsabilidad de trabajar medio día y fines de semana como facilitadora. Había adquirido deudas que se sumaban a los gastos cotidianos de la familia, mi tiempo se iba en estudiar y trabajar. Lo satisfactorio de esta etapa de mi vida es que en medio de todas las precariedades, fui abanderada y reconocida como mejor estudiante en los tres años de magisterio, lo cual me estimuló a continuar en la universidad.

Por supuesto, no contaba con recursos económicos para pagar una universidad privada, como tampoco tenía mucha información de cómo funcionaban o que hubiese becas para estudiantes de escasos recursos, así que me inscribí en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en la licenciatura de Sociología, algo nuevo y con muchos retos. Me soñaba con la toga, graduada; aunque muchas veces estuve a punto de renunciar a ese sueño. El cansancio me consumía. Llegué a trabajar en dos lugares para poder cubrir los gastos de mi familia y mis estudios, hubo veces que no tenía dinero para comprarme almuerzo y lo guardaba para mis fotocopias.

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Pese a todo, no estaba dispuesta a dejarlo a medias, esto siempre me empujo a superar las adversidades. En este ámbito el racismo y el machismo eran evidentes, estudiantes que no me volteaban a ver, mucho menos me hablaban. Catedráticos que calificaban los trabajos entre la misoginia y el racismo. Con la mirada que me veían, ponían las notas, sin revisar los trabajos.

Todo esto genera dolor, cansancio en el cuerpo y en el ser, porque es indignante estar todos los días expuestos a alguna agresión racial, en el bus, en la calle. Un día iba a la universidad, abordé el bus de Villa Nueva para la capital y una señora ya de avanzada edad me grita en medio de toda la gente: “Vos, india, ¿dónde dejaste el comal, por qué llevas esos libros, qué te pasa, por qué dejaste el comal”. No sabía cómo reaccionar porque no imaginé encontrarme con una situación así, le dije que me diera permiso, ella casi me levantaba la mano para pegarme. La gente en el bus sólo murmuraba, no hubo nadie que le dijera algo a la señora que me agredía, sentí que las miradas de los otros legitimaban las palabras de ella, me sentí extraña, violentada de manera colectiva. Mi día se vio afectado y no tenía ganas de seguir, quería llorar, sentía impotencia, fue algo que no olvidé por muchos años.

Sacaba fuerzas y seguía mi camino en la universidad porque pensaba que al graduarme la situación podría cambiar —reconozco que exageré al pensar que estas experiencias de violencia terminaban si me graduaba en la Universidad —. Me gusta leer, empecé a generar análisis del racismo a partir de los aportes de Marta Casaus. Entender que sus manifestaciones son muchas, complejas, y empecé a profundizar más, esto me llevó a comprender que son otras formas de violencia las que dañan nuestra dignidad. El sistema lo ha normalizado y por eso la indiferencia es evidente cuando se reproducen y no hay indignación, incluso algunas personas dicen que nunca se dieron cuenta que se dio tal acción. Observé y experimenté que hacia las mujeres la situación era peor, se duplicaba y que las presiones eran muy grandes.

Además de racismo, también somos víctimas del acoso sexual. Pasé más de una vez esta situación, y al negarme acceder a la presión de hombres, (compañeros de trabajo, y jefes, entre otros) recurrían al desprestigio, al maltrato. Me han señalado de chismosa, abusiva y violenta.  Esto también ocurrió cuando ya alcancé a ser profesional, mi imaginación de que todo iba a ser distinto quedó atrás cuando comprendí que el racismo es complejo, su dinámica de violencia se relaciona con el poder y los privilegios. Hay personas que pueden haber analizado el tema del racismo y del patriarcado, pero no quieren perder sus privilegios de poder. De allí el análisis del ladino/a solidaria que es más fácil decir que ya toleran al indígena, que le hablan y saludan, pero de allí a cambiar las grandes desigualdades hay un gran trecho.

Para una plaza de trabajo se ponen más requisitos para un indígena que para otros, sin tomar en cuenta que hay pocas mujeres que acceden y logran terminar sus estudios universitarios. De esa forma, los espacios para ejercer docencia son cerrados, casi no hay, hasta ahora no hay una rectora o decana indígena en ninguna de las universidades. No es porque no haya capacidad, responde a los espacios cerrados.

Como socióloga con una maestría tuve la oportunidad de trabajar en una universidad privada, con el entusiasmo de aportar, demostrar que los y las mayas tenemos capacidades y que era posible desarrollarme profesionalmente. Debo decir que aprendí mucho, conocí personas nobles que realmente tienen imaginarios sociales de humanidad, de respeto y justicia, pero también me encontré con personas que nos ven con gran desprecio y odio. Pude ver con constancia de sentirse indignados por el hecho de verme en un espacio de trabajo que según ellos, con mi presencia se denigra el suyo.

Sandra Sebastián

Con personas con alto nivel de racismo, machismo y misoginia, fue imposible continuar. Particularmente una persona se encargó de desacreditarme con todas las autoridades, me acosó y denigró cuestionando mi preparación y capacidad profesional, situación que nunca hizo con otros profesionales mujeres y hombres; es de reconocer que estas personas tienen mucha capacidad para manejar la violencia psicológica y que hasta cierto punto disfrutan hacerlo. Uso todos los medios que tenía como hombre ladino, y el poder que la institución le ha concedido para violentarme. Fue duro, porque fue evidente el racismo y cómo el sistema patriarcal funciona para legitimar las injusticias. Manejar esta situación no fue nada fácil para mí, porque me di cuenta que todo respondía simple y sencillamente será que yo era maya, mujer y defendía mis derechos.

Me llevó tiempo comprender y darme cuenta de que el racismo tiene muchas dimensiones, muchas connotaciones, siempre aparece. No es por falta de estudio, el uso de la vestimenta, el idioma, la cosmovisión, las formas de entender el mundo y otras particularidades; es por una relación de poder, de un sistema creado para normalizar y legitimar injusticias a partir de una historia y una estructura económica.

Pero, me he fortalecido, he aprendido bastante. No quiero decir que los y las mayas debemos aguantar todos los caprichos de racistas y machistas. Pero no todas logramos reivindicarnos, no todas percibimos la realidad de la misma forma. Esto debe acabar, debe haber una sanción moral, legal, social y humanística. El racismo ha generado suicidios, tiene un costo alto en la niñez, en la juventud, en mujeres y todas las personas que luchan reivindicar su identidad a partir de reconocer su historia y sus orígenes.

¿Cómo me veo?

Con lo que he vivido y las experiencias duras que he experimentado; me considero una persona positiva, con deseos de seguir soñando y que todas las personas merecemos vivir en un mundo sano, de respeto a la dignidad, igualdad, justicia social, con memoria histórica, donde a nadie se le puede permitir violentar los derechos de otros. Me he reivindicado a través de apoyar a otras mujeres que viven violencia en diferentes contextos, la vida me ha dado la oportunidad de hacer investigaciones sobre violencia hacia mujeres mayas,  en diplomados sobre la historia y la estructura colonial,  de conocer otras mujeres maravillosas que han mostrado su resistencia y la continuidad de la lucha para un mundo mejor para las nuevas generaciones, no seguir naturalizando la violencia racial y patriarcal.

Inculco a mis hijos e hija el respeto que deben tener al todo, no sólo a las personas, sino a la naturaleza, al Universo, como me enseñaron mis abuelas y abuelos; el derecho que tienen a vivir con dignidad, a un mundo mejor sin violencia. Les profundizo las manifestaciones del racismo, machismo a partir de su propia experiencia porque ellos y ella no se han escapado de experiencias que igual les han afectado.

Me ha motivado investigar, profundizar mi historia como mujer maya, cuestionar quiénes fueron mis o nuestras ancestras, porque la historia nos niega a reconocer y a conocer quiénes fueron ellas y ellos, nos anulan esa historia sobre nuestro origen, entre ellas Saq Q’uq’ la madre de Pakal II, quien supo cómo gobernar y acompañar a su hijo en una sociedad que ahora poco conocemos, pero que hay mucha ciencia en su aporte a la comprensión de los Calendarios Mayas; la abuela Kalomte K’ab’el, una mujer que participó en la estrategia política en su ciudad Petén, recientemente fue encontrada su osamenta. En las abuelas Francisca Xcapta y Felipa Soc, quienes desafiaron el poder español en el siglo XIX, fueron asesinadas, pero quedó su historia de ser cuestionadoras del sistema. Las mujeres mayas ancestras muchas en el anonimato, sobresalieron en la pintura, epigrafía, política, artesanías, fueron estrategas y etnomédicas. Motiva a seguir luchando para que este mundo cambie, que se dignifique a las personas cuando están vivas y no cuando ya están muertas. La lógica histórica es que se glorifica a la “gran civilización maya” del pasado, pero a los actuales se les violenta sus derechos elementales, su ciudadanía y su dignidad. 

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