Esa tarde —un miércoles 20 de diciembre—, tal como lo tenían planificado, sin sus hijos fueron al centro comercial. Eligieron uno de los más grandes de la ciudad, seguramente el más lujoso. Eran cinco niveles, interminable cada uno de ellos, repletos de regalos y más regalos. Se hacía difícil escoger entre tanta oferta.
Los niños —A, de 11 años, y M, de 8— se habían quedado con los abuelos maternos. La lista de obsequios que querían recibir era larguísima. Todo lo que se les antojaba era hermoso, pero el bolsillo de sus padres decidiría qué habría en el árbol de Navidad finalmente.
Era lo que podría llamarse una familia tipo —especie en extinción, por cierto—. Solo el padre tenía ingreso por su trabajo. Laboraba como empleado en un banco. La madre era ama de casa, obviamente sin salario. Tenían dos hijos —la parejita— y con eso se daban por satisfechos. Casa propia, vehículo casi del año, todos los electrodomésticos que mandaba la moda, sexo una vez por semana —bueno, o cuando se podía—, almuerzo familiar los domingos con algunos de los abuelos —una semana con cada uno—, una larga lista de personas a quien desear ¿felicidades? en las fiestas navideñas y un encantador perrito apodado Bacinica —era el mayor desliz que se podían permitir—. Todo los presentaba como una familia ideal. Se podía decir que su vida transitaba los caminos de la felicidad. Bueno, al menos de lo que habían visto en reiteradas series de televisión que se presentaba como la felicidad. V tenía sus dudas al respecto, pero no se atrevía a pensarlas a profundidad, muchísimo menos a comentárselas a su pareja.
Contamos todo esto para mostrar que la familia M no tenía mayores problemas. Por lo pronto, no tenía enemigos. Al menos, enemigos visibles, evidentes. No peleaban con ningún vecino, no tenían ideas políticas —¿será posible eso?; o eso creían ellos, y repetían frases hechas que ya les resultaban lugares comunes, tan comunes que no se habrían animado a contradecirlos—, no contradecían a nadie, no eran fanáticos religiosos —solo iban a su culto de tanto en tanto para cumplir como Dios manda—, pagaban puntualmente sus impuestos y querían mucho a su mascota. ¿Quién habría osado lastimarlos?
Tampoco eran unos potentados económicos. No, ni remotamente. Vivían del ingreso de V, un ingreso medio como empleado: jefe de una sección en un banco. Les daba para vivir decorosamente, pero no más. ¿Quién querría secuestrarlos para pedir un millonario rescate?
Lo único que se me ocurre contar como dato, ¿cómo decir?, significativo —usemos esa palabra— para entender lo que se va a relatar es un episodio que tuvo S luego del nacimiento de su primer hijo: A. Eso fue 11 años atrás. Según dijeron los médicos, se trató de una psicosis posparto. Ninguno de los dos esposos entendió nunca por qué pasó y cómo se superó. Lo cierto es que, inmediatamente después de nacido A, la madre lo rechazó y comenzó con la idea de que ese niño «era el diablo». Por tanto, por espacio de un mes más o menos, solo el padre y los abuelos se hicieron cargo de la criatura. S debió ser internada en un hospital psiquiátrico por unas dos semanas.
Así como vinieron esas ideas, así se fueron. Luego de ese episodio, S fue una excelente, excelentísima madre. Nunca tuvo problemas con ninguno de sus dos hijos y alguna vez hasta llegó a pensar que le gustaría un tercero.
Contamos esto, decíamos, para encontrarle eventualmente algún punto de relación con lo que vendrá. Sabrá el lector buscar los nexos, si fuera el caso. También podría agregarse —aunque esto suene a cuento detectivesco, que por cierto no lo es— que desde hacía ya unos años V usaba lentes de contacto.
Entraron al centro comercial con la larga lista de regalos en la mano. Además de sus hijos, debían comprar obsequios para una gran cantidad de amigos y conocidos. Entre sí, S y V solían hacerse regalos también, pero no se habían dicho qué comprarían el uno para el otro. Tenía que ser sorpresa.
Antes de comenzar las compras, V tuvo que ir a orinar. Caminaron juntos hasta la entrada de los baños. S le indicó que lo esperaría allí, en la puerta.
Allí se quedó parada, mirando pasar gente, mientras esperaba que su marido saliera. Pasaron unos minutos, los razonablemente esperables, pero V no salía. S comenzó a sentir que era demasiado el tiempo que se demoraba. Ansiosa, lo llamó a su teléfono celular.
Pero V no respondió.
«Raro», pensó ella. «Quizá no hay señal allí». Quiso convencerse, ¿engañarse tal vez?, aunque no dejaba de resultarle extraño que no entrara una llamada allí, siendo que unos minutos antes se había comunicado con su madre para saber cómo estaban los niños y lo había hecho desde un lugar no muy lejano de donde estaba parada ahora.
De todos modos, decidió seguir esperando un rato.
La espera se le hizo interminable. Ansiosa como estaba, los segundos que pasaban le parecían horas; los minutos, siglos. Llegó un punto en que ya no aguantó más.
Tenía ganas de llorar, pero no se permitía hacerlo. O al menos, si lo hacía, sabía que no le serviría de mucho. O de nada. De esa manera, V no aparecería. Tuvo que contenerse para no romper en llanto.
Después de más de un cuarto de hora, tiempo que le parecía sumamente excesivo para ir a orinar a un baño público, y viendo que su teléfono no respondía, decidió ir a plantear el problema ante alguna autoridad del centro comercial. Fue así como llamó al primer guardia de seguridad que pasó por allí.
Angustiada, a duras penas pudo explicar al agente qué estaba sucediendo. Las lágrimas comenzaron a brotarle cuando, entrecortada, intentaba darse a entender.
El policía no podía creer la historia. Le parecía una exageración —una locura, más exactamente dicho— de esta señora. Pero su profunda angustia no parecía ser fingida. «Lo único que no engaña es la angustia», recordaba el agente de seguridad haber escuchado alguna vez por allí.
A instancias de la súplica de S, el guardia entró al baño a investigar. Lo llamó por su nombre y, al no obtener respuesta, revisó lo más detalladamente que pudo cada uno de los reservados, pero no encontró nada. Mejor dicho, no encontró a V.
S ya empezaba a desesperarse. No se atrevía a ir a buscarlo por el centro comercial porque, según pensaba, de pronto V aparecía por la puerta del baño y se podían desencontrar. No sabía qué hacer. Ante esa muestra de angustia, el agente de seguridad optó por llamar a su supervisor. Llegado este, las cosas no mejoraron.
Entre ambos guardianes buscaron más minuciosamente en todo el baño, pero V no aparecía por ningún lado ni había señales que dieran pista alguna: marcas de forcejeo, alguna prenda o artículo de su propiedad, alguna seña orientadora. Ningún testigo tampoco.
«¿Se lo tragó la tierra?», se preguntaban. Habría que llamar a la Policía nacional.
Al poco tiempo llegaron los dos primeros detectives, vestidos de civiles. El diálogo con el administrador del centro comercial fue bastante duro. El gerente dejó bien en claro que no podía permitir una abierta acción policial en esa fecha porque eso espantaría a los clientes. Los policías, celosos cuidadores de su oficio, dieron a entender que, si la investigación lo requería, sería necesario cerrar el centro y proceder. La discusión comenzó a subir de tono, pero, por supuesto, algunas llamadas de personas con altas cuotas de poder lograron que, a lo sumo, se cerrara el baño de varones del primer nivel, donde había entrado y sido visto por última vez el señor V. «Las ventas de la ocasión así lo aconsejaban», se explicó rápidamente y asunto terminado.
Los dos detectives actuaron con mucho profesionalismo. Pese a ello, no pudieron encontrar nada que explicara qué había sucedido. Lo único significativo y sobre lo que montarían algunas hipótesis fue un lente de contacto caído junto a un inodoro. Las pruebas efectuadas posteriormente en laboratorio demostrarían que pertenecía a V. De todos modos, eso no explicaba nada. Y lo peor: V no aparecía.
Así comenzaron a pasar las horas. Luego, un día completo, algunos días... Llegó Navidad. A M y a A no les faltaron sus regalos, pero el clima depresivo inundó toda la celebración. Sin el padre, no era lo mismo. Al contrario, era una tragedia. Esa falta no podía remediarse. Pero peor aún era no saber con exactitud qué había pasado. La angustia que eso ocasionaba era indecible. Al poco tiempo, S entró en depresión y necesitó apoyo psiquiátrico.
La Policía barajaba varias hipótesis, sin poder demostrar ninguna y sin que ninguna condujera —eso era lo más importante— a una solución del caso: secuestro extorsivo, fuga de V por su propia cuenta, autosecuestro, secuestro con fines de desmembramiento para venta de órganos, repentino ataque psicótico que lo alejó de su vida cotidiana, nuevo episodio psicótico de su esposa —quien sin saberlo lo eliminó—, abducción por alienígenas… Incluso se llegó a pensar en la posibilidad de que el esposo hubiera sido tomado —¿devorado?— por algún monstruo —no se sabe con exactitud quién dijo que era de color verde, pero la hipótesis se solidificó de esa manera: el monstruo verde— que habría surgido del inodoro, donde se presumía que debía haber estado sentado V en sus últimos instantes. Lo increíblemente significativo era el lente de contacto —solo uno, supuestamente el del ojo izquierdo— que apareció en el baño. ¿Quién y por qué lo extraería?
Pero más significativo comenzó a resultar lo que se sabría luego: al mismo tiempo, ese día, 20 de diciembre, en el mismo momento cronológico —había variaciones en las horas locales, según los husos horarios por supuesto, pero, según el horario universal coordinado, todos los hechos acontecieron al unísono exactamente en todas partes del globo— sucederían similares desapariciones. La Interpol luego compartiría la información: en la ciudad de X, también desapareció, en un baño del hotel donde estaba alojada con su madre, la joven Ch, de 15 años de edad. Como dato intrigante, en el tocador quedó un lente de contacto de la muchacha.
En J, luego de entrar al baño, a la vista de toda su familia y de todos sus amigos durante su fiesta de cumpleaños —53 años—, el arquitecto P desapareció misteriosamente. Nunca más se supo algo de él. El único dato con que contó la Policía para su búsqueda —infructuosa, por cierto— fue un lente de contacto que quedó sobre una repisa. Y algo similar sucedió en la ciudad de K, con el albañil O, quien delante de todos sus compañeros de trabajo entró al baño y no se sabe nada más de él hasta la fecha.
Pero quizá lo más increíblemente escalofriante, acontecido también en ese momento puntual de ese fatídico 20 de diciembre, fue el caso de W. Viajando en primera clase en un vuelo que cruzaba el océano Pacífico, acompañada de su esposo —ambos de 62 años—, necesitó ir al baño. No le gustaba hacerlo en aviones, pero la necesidad se impuso. Refunfuñando, se dirigió al toilet. Viendo que era demasiado el tiempo que se demoraba allí, su esposo se acercó a ver qué pasaba. Ante el silencio de respuesta cuando golpeó a la puerta, pidió ayuda a las azafatas. La sorpresa de todo el mundo fue mayúscula, pues no se encontró el cuerpo de la señora W. Pero, además, como regalo extra, se halló su marcapasos totalmente limpio, sin sangre, junto al retrete. ¿Quién podría haber hecho eso?
Ninguna de las desapariciones pudo ser develada hasta la fecha. Los familiares de cada uno de los desaparecidos se mantienen en angustiosa espera, convencidos de que en algún momento podrán reaparecer sus seres queridos. La angustia de no saber qué pasó, de no poder explicar los hechos, los mantiene en todos los casos en la más absoluta zozobra e inestabilidad emocional. En algún caso, incluso, la desaparición trajo aparejadas complicaciones legal-administrativas, pues nadie sabe si declarar muertos a los desaparecidos o no y cómo proceder en consecuencia.
La teoría del monstruo verde, aunque parezca mentira, lentamente fue imponiéndose. Quizá ello es una metáfora —mala metáfora— que intenta explicar lo inexplicable. Quizá en realidad no pueda explicar nada, pero sirve para entender la sinrazón en juego.
Sabiendo que definitivamente no hubo ni abducción de extraterrestres ni mucho menos monstruos verdes, esa desesperada espera angustiante y ese desconocimiento acompañado de irracionalidad por no encontrar respuestas lógicas es el drama de más de 100 000 familias en Latinoamérica, cuyos seres queridos han sido víctimas de la desaparición forzada de personas en estos últimos años en medio de guerras civiles. ¿Se los tragó la tierra?
Felizmente para S, aunque ello le significó un inconmensurable dolor —pero siempre preferible a no saber—, al no tener explicación para lo sucedido, valga aclarar que algo más de un año después de aquella tarde en el centro comercial, por medio de terceros, V hizo saber a su esposa —¿o exesposa para el caso?— que había fraguado aquella desaparición: salió disfrazado en las narices de ella sin levantar su sospecha. En realidad había sido el montaje para poder escapar de aquella —para él— asfixiante rutina. Ahora vive con una jovencita en una playa de pescadores en una costa caribeña y, de hecho, trabaja como uno más de ellos. Valga aclarar también que no volvió a usar lentes de contacto.
S pudo cerrar su espera, su duelo. Ahora se considera viuda —aunque técnicamente no lo sea—. Pero ¿qué pasa con aquellos que no pudieron clausurar esa espera y, tal como van las cosas, probablemente nunca lo puedan hacer? ¿Qué pasó con esos miles y miles de desaparecidos que no fueron protagonistas de este algo loco relato de nuestro fugitivo personaje, que fueron desaparecidos como producto de calculados planes perversos, violencia, capuchas e impunidad de por medio? ¿Qué hay con los monstruos verdes?
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