La ocasión lo ameritaba: se presentaba el libro Porque queríamos salir de tanta pobreza. La memorable historia de Santa Lucía Cotzumalguapa contada por sus protagonistas.
Son miles de laberintos que recorren el entramado de las fincas azucareras de la Costa Sur: la historia de estos hombres y mujeres se entremezcla con la historia de la implantación y expansión del cultivo de la caña de azúcar en el territorio. Hablan de trabajo, hablan de familia, hablan de vida comunal, hablan de luchas, y hablan de sufrimiento y muerte. ¿Es redundante seguir hablando del conflicto armado interno en Guatemala? No, no lo es; como tampoco lo es entender la historia de la organización social de Guatemala. No lo es, porque hay una tarea pendiente de justicia con los sobrevivientes. No lo es, porque aún desconocemos muchas facetas de esta historia no escrita e invisibilizada. Santa Lucía Cotzumalguapa es un ejemplo de este vacío: poco o casi nada se sabe de cómo el conflicto armado afectó a cientos de personas en la zona. Poco o casi nada se sabe de la mecha que prendió el fuego de la organización social, que emana precisamente de las reivindicaciones de los trabajadores de la Costa Sur. Poco se sabe –desde la mirada de las poblaciones de la Costa– sobre la relación entre cómo se organizan los monocultivos (particularmente de la caña de azúcar) y las circunstancias en las que se consolida un sujeto político que, por primera vez en el siglo XX, pone en duda a todo un sistema económico-social erigido sobre la explotación finquera.
El libro recoge una serie de relatos testimoniales sobre los acontecimientos que convulsionaron a Santa Lucía Cotzumalguapa en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Las historias de vida dan algunas luces para entender cómo se gesta el Comité de Unidad Campesina (CUC). Son historias que explican cómo se organizaron “porque querían salir de tanta pobreza” y que dan cuenta de la tremenda represión que se desata después de la huelga de 1980 que paralizó la mayor parte de la Costa Sur, logrando un aumento en el salario mínimo a Q.320. No es, sin embargo, un libro de Historia: es un esfuerzo colectivo de los sobrevivientes por salir del silencio –recuperando una parte fundamental de su historia. Los relatos son documentos inéditos, que están acompañados por un excelente material gráfico del fotógrafo holandés Piet den Blanken que muestra los rostros y las condiciones de vida de los protagonistas de ayer y de hoy.
Como antropóloga, fui a la presentación del libro tratando de identificar pistas para la investigación que me tiene entusiasmada estos últimos días. Nunca imaginé que el hormiguero que estaba pisando tenía tantas pistas subterráneas. Aunque, como dice una de las sobrevivientes, “en realidad es muy simple: ellos querían que tuviéramos derecho a una vida digna”. Me impresionó el aplomo de las tres mujeres que presentaron el libro; haciendo una reseña de su vida. Jóvenes todas, niñas aún cuando tuvieron que atravesar el túnel oscuro de los años ochenta: travesía que ha marcado sus vidas –no podría yo decir hasta qué punto. Las escucho y no dejo de pensar que son mujeres de mi generación, niñas que bien podrían haber vivido en otro universo mientras yo jugaba en el jardín de mi casa en la ciudad de Guatemala, pensando en la tarea escolar para el día siguiente. Mujeres que, con llanto contenido, explican que “hay un dolor que sigue en el corazón, pero que ahora se puede contar”.
La sala se llena también de varios rostros conocidos del medio eclesial: voy identificando a las personas una a una. Hace algunos años entrevisté a gran parte de ellas; pero me percato hasta ahora de una expresión común en sus semblantes: un gesto de alivio. La mayoría de las cabezas son canosas ya, y los ojos –al menos ayer–- eran ojos enrojecidos por la tristeza de los recuerdos que se agolpaban uno tras otro. Pero había algo en ese gesto de alivio que decía algo así como “ahí estuve yo, ahí junto a todas estas personas que luchaban por sobrevivir, ahí desafiándome a mí misma, a mí mismo, ahí sin más arma que mi fe, pero AHÍ…”
Y de golpe se me ocurre comparar la mirada de uno de ellos con Marcela, la última en intervenir diciendo que está muy orgullosa de pertenecer a la familia Bautista que tanto luchó en Santa Lucía Cotzumalguapa. Y lo que vi, me espantó el sueño las primeras horas de la noche. Primero pensé que después de lo vivido y, sobre todo, al seguir experimentando situaciones precarias de vida, lo lógico –como ya me ha pasado encontrar en otras miradas– sería una expresión de resignación. Pero no, no era una mirada resignada; era otra cosa muy diferente. Era algo que tenía que ver con esa frase que repitieron siete veces a lo largo de la presentación: “la caña de azúcar es dulce y amarga como nuestra historia”. Y entonces, pensando en ello en la noche, entendí por fin que el hecho de recuperar su historia, no solamente dignifica la memoria de sus familias, de ellos mismos y de todo lo que vivieron, sino que les da una razón más para reafirmar sus principios y su lucha. “Era esperanza” me susurró alguien o algo al oído… y me dormí.
*/ Karen Ponciano, Antropóloga guatemalteca, Directora del Instituto de Estudios Religiosos, IER-URL
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