La noción de “normalidad” en este dificultoso campo no es un asunto bioquímico, anátomo-fisiológico. Por eso cuesta tanto definir qué hacer y qué no hacer cuando se interviene ahí. Medicar, practicar electroshocks o promover la prevención no son cuestiones sólo biomédicas. Como no lo son, por tomar algunos ejemplos orientadores, la homosexualidad o la tortura, ámbitos que nos convocan y nos preguntan.
¿Qué es ser un enfermo mental? Ésa es otra manera de preguntar por la Salud Mental. Se consideran enfermos a quienes no entran en la norma. Y ahí nacen los problemas: el paradigma para determinar quién entra en esa norma y quién no, es una delicada cuestión ideológica. En la antigüedad clásica griega, la homosexualidad era un privilegio de los aristócratas varones. No de las mujeres, aunque fueran aristócratas; no de los plebeyos, aunque fueran varones. Hasta hace algunos años era una entidad patológica en las clasificaciones de las Enfermedades Mentales. Hoy día ya no. ¿Son una opción sexual? ¿Sería mejor decir “una tendencia”? ¿O constituyen un pecado?..., pues hay gente que sigue pensando eso. Y si es un pecado, ¿es venial o mortal? No se trata de referentes biomédicos los que lo deciden.
¿Y la tortura? ¿Es normal practicarla? Se la condena por todos lados, pero sabemos que hace parte de las prácticas comunes de las fuerzas armadas en cualquier parte del mundo, y día a día mejoran sus técnicas de aplicación. ¿Hay que ser un enfermo mental, un psicópata perverso para dedicarse a ella, o hace parte del entrenamiento normal de un guerrero contemporáneo?
A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, en el proceso mórbido que rompe una homeostasis, se pudo haber construido una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano” y quién sale de esa norma. Tenemos así el nacimiento de la psiquiatría. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y acrítica– idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo.
Idea limitada, sin dudas, que merece repensarse. ¿Qué clasifican las clasificaciones psiquiátricas? Dicho de otro modo: ¿de qué enfermedad nos hablan? La ideología psiquiátrica parte de supuestos, de una determinada normalidad, una homeostasis psíquica podría decirse, que se rompe y que puede ser restaurada. Incluso hay toda una Psicología que aborda el tema con similar ideología. Y ahí tenemos el amplio campo de lo que, quizá provocativamente, podría llamarse “apapachoterapias”: hay una normalidad por un lado, feliz y libre de conflictos, y hay enfermedad en su antípoda. La misión de quien trabaja en el campo siempre complicado de definir la Salud Mental sería el técnico que restaura la felicidad o el equilibrio perdido. Las clasificaciones psiquiátricas serían el manual para el caso.
¿Quién puede estar sano de inhibiciones, síntomas y angustias? Digámoslo con algún ejemplo: ¿quién es más “normal”: el que fuma o el que no fuma? ¿El homosexual declarado, el que lo fustiga, el que lo acepta? ¿Y qué debe hacerse si nuestro hijo o hija nos declara que es homosexual?
La Salud Mental es, en definitiva, el propiciar los espacios de diálogo, de palabra y de simbolización para que el malestar no nos inunde, no nos inmovilice ni tampoco para que sea motivo de estigmatización de nadie. Espacios de palabra, por último, significa lugares donde se pueda hablar libremente. Eso pueden ser grupos, dispositivos que faciliten abordajes individuales sin estigmatizar, trabajo con parejas, charlas, espacios comunitarios. La Salud Mental no está encerrada en un consultorio: está en la palabra que permite conocerse a sí mismo. Y eso, en definitiva, se puede dar en cualquier lado: en una clínica, en las calles, en la comunidad toda.
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