A las crisis del agua, de la energía, del clima y los desastres, de la tierra, de los bosques, aspectos todos ilustrativos de las crisis derivadas de ausencia de efectivos esquemas de gestión ambiental, se suman concurrentemente las crisis alimentaria, de seguridad, financiera, de credibilidad institucional, de gobernabilidad y muchas otras. Algunas de estas crisis se intentan abordar pero desde una lógica reactiva, de modo que se mantienen casi intactas. Estamos entonces, en una época en la cual el sistema país parece tan debilitado que una conducción de este, basada en la inercia de los esquemas vigentes, no parece que sea capaz de sobreponerse a este abanico de crisis.
El “desarrollo sostenible” fue el principal planteamiento inspirador de estas cumbres. Aboga por la necesidad de mejoras cuantitativas y cualitativas que pueden sostenerse en el tiempo, al menos para las dimensiones ambiental, económica, social e institucional. El mejoramiento debe ser simultáneo para estas dimensiones, sistémico, no sectorial. Contrario al espíritu y a las orientaciones operativas del planteamiento, nuestro país continúa siendo escenario de desbalances que, por lo grotesco, son ejemplares en América Latina y en algunas variables, hasta en el mundo entero. Estos desbalances se refieren, por un lado, a la persistencia de un sistema económico excluyente, concentrador de bienes incluso por la vía del despojo, irracionalmente extractivo y con una institucionalidad pública sometida a sus intereses, y por el otro, a una alta proporción de nuestra población marginada, sumida en la pobreza, desnutrida, analfabeta y un entorno natural diezmado con ritmos de deterioro que en muchos casos apuntan al agotamiento casi absoluto.
Es bajo este escenario que se acude a Rio+20. Y a tono con realidades como esta y oportunamente coincidente con los planteamientos que se han repetido aquí hasta la saciedad, la Cumbre de 2012 apunta hacia una “economía verde”; primero, reconociendo el protagonismo de las economías insostenibles en los desbalances globales y locales como el que tiene lugar en nuestro país; y segundo, propugnando por reformas estructurales de estos sistemas económicos para que se conviertan en instrumentos efectivos de lucha contra la pobreza. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, PNUMA, plantea que el tránsito a economías verdes implica bajar las emisiones de carbono; utilizar los recursos naturales, ya grotescamente mermados, solo en aquellos casos donde su capacidad natural de autorrecuperación no se vea comprometida y sobre todo, garantizar que sea socialmente incluyente. Readecuar las operaciones de las grandes industrias a la luz de estos planteamientos, transformar la matriz energética incrementando el peso relativo de fuentes renovables de energía, mejorar los sistemas de transporte, frenar la deforestación de bosques naturales, reverdecer la agricultura, fomentar la infraestructura productiva de carácter público en el mundo rural para impulsar pequeñas unidades productivas agrícolas y no agrícolas –favorecer la economía campesina–, gestionar los recursos hídricos a nivel territorial, fomentar el turismo sobre la base de pequeños emprendimientos empresariales rurales, son solo algunas de las líneas de acción que dan sustento a los postulados de la economía verde.
Estos planteamientos también implican que las industrias extractivas y contaminantes deberán financiar sus propias transformaciones y hacer aportaciones financieras para frenar los grandes problemas ambientales, restaurar paisajes degradados, fortalecer un sistema de “reservas ambientales” que garanticen la salud ambiental del sistema país y sobre todo, para fundar un sistema institucional renovado que sea capaz de administrar estas transformaciones.
Es bajo esta lógica que debe debatirse el papel de la economía y su contribución a la pobreza y no bajo la lógica plateada en el reciente Encuentro Nacional de Empresarios –ENADE– al privilegiar, simplemente, la expansión de de sus operaciones –según plantean, para generar empleo y más impuestos–, manteniendo intactos los esquemas de relacionamiento con el entorno natural y con la sociedad.
¿Quiénes deben hacer las aportaciones financieras para concretar las transformaciones que necesitamos? La respuesta apunta a las actividades económicas que emiten más carbono, a las que generan más desechos, a las que extraen más materiales de la naturaleza, a las que consumen más energía, a las que consumen más agua y a las que presionan más los recursos forestales. Las actividades económicas nacionales con mayor participación en estos rubros han sido adecuadamente identificadas en el proceso de construcción del Sistema de Cuentas Ambientales y Económicas Integradas de Guatemala –Cuentas verdes–, impulsado por IARNA-URL y el Banco de Guatemala. Estas actividades serán analizadas en la segunda parte de este artículo.
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