Sin embargo, al hacer un diagnóstico del país, los puntos débiles que encontramos en todo análisis sectorial basado en indicadores convergen en dos elementos fundamentales:
- La nula capacidad del Estado para cubrir servicios básicos, así como para garantizar derechos humanos para toda la población y, en consecuencia, cumplir su mandato constitucional de garantizar el bien común.
- La concentración sistemática de poder fundamentado en privilegios económicos, sociales, políticos e institucionales por parte de un grupo de la población con características homogéneas en el tiempo.
Hoy comprendemos (y la evidencia sugiere) que una lógica responde a la otra, es decir, que el desmantelamiento del Estado y la convergencia del poder económico, político y social se nutren uno al otro al punto de que el Estado muestra señales de estar al servicio de ese grupo particular, lo cual responde a la idea de una captura sistémica.
La idea de ver el Estado como un problema y de reducirlo a su mínima expresión fue puesta en marcha en Guatemala con una lógica de geopolítica basada en un paradigma pos-Guerra Fría imperante en la región. Los programas de ajuste estructural adoptados en la década de los 80 y, más tarde, los principios del Consenso de Washington trajeron como consecuencia la estructura económica y social que hoy conocemos.
Sin embargo, ese discurso, probablemente bienintencionado, se fundamentó en una teoría que cada día es más cuestionada por no brindar los beneficios de bienestar esperados. Más aún, en Guatemala la implementación de ese paradigma que puso el crecimiento económico como fin muestra señales de debilidad por su endógena insostenibilidad, basado como está en las consecuentes brechas sociales y en la creciente vulnerabilidad ambiental.
[frasepzp1]
Son evidentes las consecuencias para Guatemala de un modelo adoptado a raíz de ese paradigma ideológico de liberalización radical de los mercados, desregulación y desmantelamiento de lo público: pobreza en aumento y consolidación de grandes desigualdades socioeconómicas, de riqueza y de acceso a recursos, así como la destrucción paulatina, recurrente y sostenida de ecosistemas, biodiversidad y masa boscosa. Todo ello se refleja en bajos y estancados niveles de desarrollo humano; en vergonzosos indicadores de desnutrición, vivienda y calidad de vida para las mayorías; en infraestructura abandonada; en inseguridad, y en baja institucionalidad para enfrentar la impunidad, todo lo cual finalmente se convierte en menores niveles de satisfacción de vida, de eso que llamamos felicidad.
Debemos superar y desplazar ese discurso implantado de satanizar el Estado y las políticas sociales. Hoy por hoy, es por la ausencia de ese Estado institucionalmente fuerte y financieramente robusto y de las casi inexistentes políticas sociales, enmarcadas en una estructura democrática debilitada, que vivimos en un país abandonado por lo público, con sus instituciones capturadas.
Cualquier plan de gobierno que hoy se jacte de pretender cambiar el rumbo de Guatemala debe manifestar explícitamente cómo pretende rescatar el Estado, con qué herramientas piensa fortalecerlo y con qué recursos piensa robustecerlo financieramente. Cualquier agenda de programa político, independientemente de su orientación ideológica, debe reconocer que el abandono y la debilidad del Estado son elementos importantes en el diagnóstico de la realidad del país y que el cambio de rumbo debe considerar como factor fundamental el rescate del Estado para poder hablar de un desarrollo integral enfocado en el ser humano y en su entorno natural. Y eso no es pecar de blasfemo.
Más de este autor