Las movilizaciones en Brasil son elocuentes. De demandar la eliminación de los incrementos al transporte urbano se pasó a cuestionar al sistema político, con ribetes contra el gasto público en la organización del campeonato mundial de futbol. Si respecto a la cuestión del transporte público la población no sólo obtuvo la eliminación de los aumentos sino el compromiso por avanzar en la gratuidad, en lo que se refiere a la reforma política los sectores movilizados lograron que la clase política se planteara seriamente ampliar las formas de participación. La cuestión futbolera tendrá también sus consecuencias, aunque menos significativas y aleccionadoras para el resto del continente.
Acá, desde varios espacios de la sociedad civil y en distintos momentos se ha intentado presionar a los políticos para que se hagan reformas profundas a una legislación electoral que, desde sus orígenes en 1985, tiene como objetivos marginar a las minorías y hacer de la disputa política y el ejercicio del poder, simples y puras mercancías. Evidentemente la reforma necesaria nunca llega, y lo que se han ido logrando son “reformitas” que más que parches son maquillajes a una situación cada vez más insostenible por perversa y abierta a todas las corruptelas posibles.
El desplante presidencial tiene un simple objetivo: para él, sus financistas y sus socios empresariales la cuestión se reduce a minimizar la importancia del Congreso, al que consideran una marioneta más en el proceso de control de los bienes públicos. Para nada el ex militar tiene entre sus proyectos aportar para que la democracia al menos se aparezca, pues su visión del ejercicio del poder es simplista y autoritaria. De esa cuenta, cuestiones como financiamiento de los partidos, democracia interna –la necesaria existencia de corrientes ideológicas al interior de cada organización política- y responsabilidad ante la representación electoral asumida son cuestiones que ni siquiera sabe en qué consisten, pues para él, como para sus aliados y subsidiarios, la política es negocio y el acceso al poder la posibilidad de enriquecimiento desmedido.
Es evidente, en consecuencia, que la reforma política, como cualquier otra reforma abiertamente progresista, no gozará de la simpatía y apoyo de los sectores políticos tradicionales. No saldrá de este régimen, ni los próximos gobiernos, una iniciativa de ley que promueva la reducción de los salarios y beneficios de los diputados, como tampoco del despilfarro en las burocracias ministeriales. Por lo que todo se tratará de solucionar con la reducción real del número de diputados pues, conforme aumente la población será cada vez más oneroso obtener los votos necesarios para ser electo, con lo que sólo lo serán aquellos que consigan fondos de sectores interesados en corromper el poder para promover su nombre y organización. Con más ciudadanos por representado, su responsabilidad ante quienes le eligieron se atomizará y diluirá, con lo que los procesos de fiscalización directa serán más complejos, alejando cada vez más al ciudadano del poder público.
Es hora, pues, que la clase media deje de repetir sin entender los discursos antidemocráticos de quienes quieren tener sólo para ellos el control del poder, y comenzar a visualizar que si no se construye democracia sus expectativas de mejora social y económica serán cada vez más cantos de sirenas. De cómo la clase media haga suya la demanda por la reforma política, y de cómo logre movilizarse para conseguirlo dependerá en mucho la construcción de la democracia chapina.
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