En el contexto de las celebraciones por el 13 b’ak’tun, que se interpreta favorablemente como un cambio de era, es necesario radicalizar la propuesta de reforma constitucional para la creación de una Confederación de Autonomías y Comunidades Indígenas de Guatemala (CACIG). Dicha instancia tendría como principal objetivo constituirse en el principal interlocutor, en igualdad de condiciones, del Estado y del sector privado en todo lo concerniente a los derechos colectivos de los pueblos indígenas guatemaltecos.
Hay que radicalizar la propuesta porque la versión presentada por la Presidencia de la República se queda corta. El Estado no debe proteger únicamente a las personas y familias, sino también a los pueblos que habitan en su territorio, especialmente cuando ese territorio pertenecía a dichos pueblos. El Estado debe hacerlo por simple lógica de legitimidad y por estrategia de supervivencia, pues se arriesga a que esos pueblos o naciones que lo preceden en historia e institucionalidad reclamen por medio del derecho internacional que les asiste, o por la vía de las armas, su independencia y soberanía. Por eso mismo, es incorrecto reforzar la idea de “una sola nación” cuando lo que deberíamos de plasmar en nuestro máximo consenso político es la idea de un Estado multinacional. Ello también de cara a una eventual integración centroamericana, de sus pueblos.
También debe profundizarse en las reformas sobre pueblos indígenas porque para que realmente “todos nos sintamos guatemaltecos” el Estado debe responder a nuestras demandas con pertinencia cultural, no en un idioma que desconocemos, y menos con instituciones que chocan con las ancestrales, que en parte han sobrevivido por la misma ausencia estatal, debido a su negligencia ante las necesidades de la población indígena. Un Estado que ignora la diversidad cultural viola el principio de igualdad ante la ley, precisamente porque al desconocer las diferencias privilegia a unos y pone en desventaja a los otros. Esto no solo aplica a casos de individuos en grupos minoritarios, como los discapacitados físicamente y con necesidades especiales, sino que también tiene gran relevancia para colectividades institucionalmente distintas, que históricamente se han constituido como pueblos. Esto lo sabían muy bien los romanos, que para mantener un control efectivo de su basto imperio ganaban un buen grado de lealtad y legitimidad al permitir el autogobierno de sus provincias.
Hablar de pueblos y naciones no es lo mismo que referirse a grupos de presión e interés, como el CACIF (con F). Los primeros no solo tienen derecho al autogobierno sino también a la autodeterminación y pueden relacionarse con el Estado en igualdad de condiciones. Los segundos no deberían de gozar de privilegios para “visitar al Presidente” cuando algo les molesta, ni mucho menos contar con poder de veto a la implementación de la política pública o el cambio institucional. El que las cosas sean al revés en Guatemala solo resalta la urgencia e importancia de las reformas.
En lo que sí estoy de acuerdo con la crítica del CACIF (con F) es que no debe haber normas específicas para beneficio de sectores con los que se quiere quedar bien políticamente. Por eso, es necesaria otra reforma complementaria a la Constitución, en el artículo 132 que define a los integrantes de la Junta Monetaria debe eliminarse a los representantes de las asociaciones empresariales y de los bancos privados nacionales, de tal manera que dejen de ser juez y parte en la delicada administración de las políticas monetarias, cambiarias y crediticias que afectan el crecimiento y desarrollo del país.
También es cierto que la sociedad guatemalteca no necesita más divisiones, especialmente entre ricos y pobres, unos con acceso directo al poder político y otros marginados no solo de la toma de decisiones, sino incluso de la posibilidad de ser consultados en asuntos que les afectan directamente.
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