Afortunadamente para mí, a la cineasta Alexandra Pelosi también le pareció fascinante esta ironía y ha hecho algunos reportajes sobre el fenómeno. En ellos trata de entender –con pocos prejuicios- la visión política de la médula conservadora de Estados Unidos. En sus reportajes realiza entrevistas a personas comunes, trabajadores industriales y agrícolas, cristianos evangélicos y blancos pobres del sur y centro del país. Entre la gran diversidad de respuestas que obtiene hay un hilo que une casi todas: la añoranza de los tiempos de bonanza del pasado, cuando muchos de ellos formaban parte de la fuerza de trabajo mejor pagada del mundo y no necesitaban de las “limosnas” del gobierno federal. Esa ayuda –si bien indispensable económicamente- la juzgan desde lo moral, empleando un código jerárquico que sitúa a quien la otorga en un plano superior y a quien la recibe en uno inferior. De ahí proviene el rechazo.
Estas personas correctamente intuyen un punto: han perdido algo a través del tiempo. Las 3 décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial a veces reciben el nombre de “La Edad Dorada del Capitalismo”, ya que en ellas se dio una combinación ideal de alto crecimiento (1964 fue el mejor año para la economía mundial en la historia reciente) e igualdad social. El resultado fue un nivel mínimo de desempleo, una clase media pujante y oportunidades de mejora para todos los trabajadores, no únicamente para aquellos con conocimientos especializados. Sin embargo, tras las crisis de los años 70, la economía mundial se ha encerrado aparentemente en amargos dilemas: escoger entre pleno empleo y productividad, entre eficiencia e inclusión social y entre igualdad y crecimiento. Y a la mayoría de los desafortunados que entrevista Pelosi les ha tocado la parte fea del ajuste. No siempre son tan sinceros de planteárselo de esa manera, pero sí lo entienden a un nivel intuitivo. En eso tienen toda la razón.
En otra parte, en cambio, se equivocan. Ellos ven la ayuda gubernamental como una desgracia. En los tiempos de vacas gordas desarrollaron un sentido extremo de mérito individual, para que todo el mérito de su éxito recayera sobre ellos mismos. Y ahora, eso mismo juega en su contra, ya que no les permite reconocer su precariedad y hacer uso de las herramientas políticas a su alcance para salir de la crisis. Detestan la ayuda pero –remembrando el famoso “Y sin embargo, se mueve” de Galileo- no dejan de necesitarla y aceptarla. Y lo más irónico es que para salir permanentemente de la crisis y ser de nuevo prósperos y competitivos, parecen necesitar cada vez más una intervención extensa que no sólo apague los fuegos sino que transforme la estructura productiva. Esto no sería un dilema si no fuera porque aceptar tal cosa implica destruir los paradigmas sobre los cuales han construido su propia autoestima, particularmente su visión jerárquica de la sociedad.
En este difícil dilema podrían recordar que no sólo ellos han necesitado asistencia del gobierno. El gobierno ha estado ahí desde siempre para resolver los problemas de acción colectiva –aquellos que no podemos resolver como individuos-. Y muchos de los empresarios más exitosos y las economías más prósperas lo han entendido y aprovechado de esa manera. La mayor parte de la banca mundial ya no existiría de no ser por la acción política y los tigres asiáticos –símbolos del capitalismo- hacen un uso extenso de intervenciones para el desarrollo. Al final de cuentas, aceptar la importancia del gobierno bien podría ser lo mismo que aceptar, por nuestro propio bien, que no lo podemos hacer todo en solitario, una lección de humildad.
*Juan Miguel Goyzueta es un economista guatemalteco. Es consultor en el sector financiero. Se interesa por entender la relación entre política y economía, ya que sospecha que ahí están las claves de la armonía y la paz
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