Sin embargo, tal parece que en realidad asistimos a otra forma de organización y a otra forma de respuesta al mandato que poseen los organismos e instituciones del Estado. Veamos en un ligero repaso, cuál es la situación que hoy vivimos.
En primer lugar, el órgano de control y balance por definición, el Congreso de la República, tiene una parálisis funcional desde hace más de cuatro meses sin que se vislumbre en el horizonte el fin de semejante entuerto. Mediante el abuso de los mecanismos propios de fiscalización, como lo es interpelar a los Ministros y funcionarios de gobierno, se ha desarrollado una dinámica tal que impide el desarrollo de reuniones plenarias. Algo que también sucedió en la legislatura pasada, como una maniobra que ejecutaba el hoy partido oficial, entonces en la oposición. El mecanismo le sirvió para defenestrar a Ministros incómodos o para impedir el avance en acciones de gobierno. Lo curioso de esta situación hoy día es que, en la jugada de la farsa de la interpelación están aliados, tanto el principal partido opositor como el mismo partido de gobierno. Ambas fuerzas políticas, supuestamente enfrentadas, se benefician de la parálisis legislativa y en acuerdos clandestinos mantienen al Congreso en este letargo funcional.
Mientras tanto, el Organismo Ejecutivo, representado por el Gobierno Central, lejos de garantizar la adecuada administración de los asuntos públicos está enfocado en la gerencia de intereses externos. La Presidencia de la República impone la fuerza militar como política de gobierno, claudica en la defensa de la soberanía al entregar el territorio a empresas transnacionales que explotan y expolian recursos naturales y como dulces en piñata, reparte entre su banda los escasísimos bienes nacionales.
El Organismo Judicial, ese aparato encargado de impartir y administrar justicia, salvo honradas excepciones como la del tribunal que logró llevar a sentencia en primera instancia el caso por genocidio, sigue en el marasmo de la impunidad que ha caracterizado a este sistema. Algunos pasos ha dado en el esfuerzo por sacudirse la lacra de la injusticia, pero todavía carga en su seno a jueces venales que apañan al crimen.
Y la Corte de Constitucionalidad, este tribunal que debiera servir para asegurarnos a todas las personas que habitamos este país el disfrute pleno de libertades y garantías constitucionales, ha llegado a tal grado de infamia que hoy día ejerce, paradójicamente, funciones de dictadura y acciones de ilegalidad e inconstitucionalidad.
Un sistema de partidos políticos, que lejos de fungir como espacio de intermediación entre sociedad y Estado, funciona como operador de intereses particulares de facto, ya sea empresariales, sectoriales o criminales. Situación que se agrava con una estructura de medios de comunicación y de prensa, la cual como en el sistema de justicia con honrosas excepciones, es mayoritariamente favorable a la consolidación de una superestructura ideológica basada en el racismo, la exclusión y el conformismo a la expoliación humana por parte de la élite en el poder.
Este Estado, supuestamente destinado a garantizar el bienestar de la mayoría y a sobreponer el interés social por encima del interés particular, ha fallado en su misión. Está hoy día capturado, secuestrado y sometido a tortura permanente, por parte de quienes han alimentado, desde su fundación, la existencia de relaciones de poder inequitativas, excluyentes e injustas. Pareciera ser que al haber llegado a su agotamiento convoca, por razones de justicia histórica a su refundación, a fin de encauzarle por la única ruta posible: la ruta que construya una sociedad justa, incluyente, plural, multiétnica y plurilingüe.
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