Durante varios años me pareció que ambos autores exageraban la postura y que, después de todo, seguramente existían ladinos que apoyaban sinceramente las causas de los pueblos indígenas. Lo sigo creyendo. Sin embargo, también he notado cuánta razón tienen, particularmente después de 2015, cuando se cambió una cierta trayectoria histórica que se tenía en el país y que parecía tener un curso inevitable. Lamentablemente, muchos ladinos progresistas, solidarios, han demostrado, de 2015 para acá, que su vanguardia llega hasta donde comienzan las demandas de los pueblos indígenas.
Respecto a las posturas más reaccionarias, contrainsurgentes y fascistas del país, no es necesario aclarar que ejercen y viven las prácticas racistas no solo como algo natural, sino como un derecho adquirido por herencia y, quizá, por conquista. Sin embargo, entre los sectores más críticos, progresistas (o progres por su abreviación), el cuestionamiento de las relaciones étnicas históricamente dadas en el país ha sido una constante. O eso quisiera creer. Me he topado con que tanto intelectuales como comunicadores y analistas expresan los límites de su progresismo y las bases de sus posturas racistas ante propuestas como el pluralismo jurídico, el Estado plurinacional y las tierras ancestrales, entre otras.
No es necesario hablar de los grandes temas del país para ello. De temas como el reconocimiento de la autoría y de los derechos históricos y culturales de la producción textil. O de cómo a un licor como Quezalteca se lo llama indita al calor del ser chapín. Estos y el desorden de los pueblos mayas a la orilla de las carreteras —atributo que, vale decir, no es patrimonio de un grupo étnico en Guatemala— muestran los límites del pensamiento y de las prácticas progresistas de aquellos que se hacen llamar herederos de la revolución de 1944 (que tampoco fue muy solidaria étnicamente con los indígenas) o seres deconstruidos, críticos, posestructurales, etcétera.
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Defienden sus posturas de manera agresiva, justificándolas de mil maneras, no solo exponiendo su desconocimiento sobre historia, cultura, espiritualidad, economía, formas de organización y cambio social entre los indígenas, sino también demostrando que el tema indígena (es decir, los pueblos indígenas del pasado y del presente, con toda su complejidad) no es más que una excusa, un instrumento para sus propias agendas, en las que ellos deciden (o quisieran decidir) qué deben desear, pensar, merecer y obtener los indígenas, pues al final estos viven en un tipo de cultura y de sociedad que les impide ver más allá de sí mismos. Como he tratado de ir demostrando en columnas anteriores, los pueblos indígenas —como los k’iche’ de Quetzaltenango, Momostenango y Totonicapán— no solo se han adelantado históricamente a los ladinos en pensar una nación y un Estado, sino que además lo han hecho de una manera más inclusiva —verdaderamente inclusiva—, que permita percibir la diferencia etnolingüística como un factor a favor de la misma sociedad, y no como algo que se debe exterminar por atávico y contrario al desarrollo.
Debo aclarar que no toda persona progresista es así. Además, el proceso de irse quitando el racismo —para aquellos que desde pequeños lo han tenido como algo cotidiano— no es nada fácil en un país donde hasta las oportunidades de supervivencia económica pasan por lo étnico. El proceso de eliminar el racismo no es algo solamente teórico, sino que pasa también por interactuar con los pueblos indígenas, por entender la desconfianza inicial de ellos hacia lo otro, por aprender sus formas culturales propias, por hacerlas propias, por aprender el idioma y, sobre todo, por aceptar que tienen formas de pensar el pasado, el presente y las alternativas al futuro que no necesariamente van a ser las propias, pero que seguramente —si se basan en su propia cultura— incluirán incluso a aquellos que históricamente solo han buscado su subordinación y eliminación como grupo étnicamente diferenciado.
Ojalá algún día esas posturas sean mayoritarias y podamos vivir para verlas realizarse.
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