Por ejemplo, la desobediencia civil, una práctica de resistencia frente a la injusticia que ha sido abrazada por igual por transformadores sociales, líderes anticolonialistas, anarcocapitalistas, liberales, teóricos posestructuralistas y socialistas libertarios, es anatema en el discurso liberal y libertario de Guatemala. Mientras tanto, el primer presidente militar de la "democratización" sopesa transgredir la Constitución que prometió defender para prolongar no sólo el mandato presidencial (ahí hay una discusión interesante) sino, y esto es lo verdaderamente grave, ¡su propio mandato presidencial!
Así, nada se entiende. Es difícil, con tantas cosas que se dicen defender como si se defendieran en serio: las leyes, las libertades individuales, la propiedad, la vida, la Constitución. Pero quizá no sea tan raro. Quizá sólo resulte que las claves de interpretación sean otras. Las que han señalado los grandes libros que explican el país: el racismo, el clasismo, el elitismo, el patrimonialismo, el autoritarismo, el gran capital, la Colonia.
Porque bien mirado, quizá la resistencia de La Puya no sea ni siquiera una expresión de desobediencia civil. Quizá, en realidad, ese asombroso movimiento pacífico que se desarrolla a un paso de la capital constituya, por el contrario, una manifestación abierta de la democracia que desnuda las vergüenzas de ese sistema inhumano. Y también el mayor monumento a la ciudadanía, a la obediencia cívica. El bastión desde el que se defiende el fin supremo de la Constitución: realizar el bien común.
Y si en todo caso lo fuera, si en todo caso (dadas las infinitas formas más o menos válidas, más o menos limitadas, en que se puede concebir el bien común) se la considerara una expresión de desobediencia civil, sería una con sus rasgos más nobles: colectiva, de base, con fines sustantivos y defensora de la vida.
Y no violenta.
Dos veces en dos años, que se sepa, ha habido heridos en La Puya. La primera, cuando tirotearon a Yolanda Oquelí, lideresa local, desde una motocicleta en 2012. El Ministerio Público aún no ha acusado a nadie. La segunda, la semana pasada, cuando la policía lanzó bombas lacrimógenas contra los comunitarios desarmados y estos, después de 15 minutos aguantando los disparos, que ya impactaban en sus cuerpos, respondieron arrojando piedras y leños que tenían para cocinar en un cerro hacia el que se habían replegado.
La organización social y la desobediencia civil han estado siempre detrás de las principales conquistas sociales del último siglo y medio en todo el mundo, desde la lucha anticolonial de Gandhi hasta los movimientos por los Derechos Civiles. Y si un Gobierno actúa con esa violencia contra un grupo que ha demostrado durante tantos meses su disposición pacífica, sólo cabe una interpretación: intenta hacerlo parecer violento para que pierda legitimidad. Ser ciudadano, ejercer los derechos y la crítica, es un acto subversivo. Por lo tanto, no debe extrañar la represión.
Y es lógico el recelo de La Puya hacia un proyecto minero que durante años se mantuvo casi en secreto y después obtuvo las autorizaciones de ley respaldado en un estudio de impacto ambiental aparentemente infame. Sobre todo, cuando ocurre en un país que acostumbra a tratar con lenidad o incluso generosidad fiscal a la industria extractiva mientras es duro con sus propios habitantes.
Una parte no desdeñable de la discusión que subyace en los conflictos que, como el de La Puya, laten en buena parte del país, reside ahí: en si las compañías extractivas cumplen o violan la legalidad o en si generan riqueza local momentánea, perdurable, o ninguna en absoluto. Sin embargo, el cuestionamiento crucial que enarbolan muchos de los movimientos ha ido perdiendo parte del inmediato componente crematístico que tuvo en algunos casos y ha pasado a subrayar cada vez más los argumentos ambientales, culturales, económicos y sociopolíticos de largo plazo. En definitiva, argumentos de buena vecindad, que se cristalizan en el creciente rechazo al modelo de desarrollo basado en la explotación urgente de los recursos naturales en zonas habitadas que están proponiendo el Gobierno, las elites económicas locales y las multinacionales.
Si Otto Pérez y sus ministros y el Congreso no entienden que una de las contraseñas de la convivencia presente y futura es resolver ese debate (qué entendemos por bien común, y si este modelo extractivista cabe en él), si no comprenden que su función es hacer política y no maladministrar cuatro años, si no son capaces de detenerse en las encrucijadas fundamentales del país, ha de ser porque andan perdiendo el tiempo en la ilusión de prolongar dos años su mandato; dos años el autoritarismo, el clientelismo, el patrimonialismo, la Colonia, los servicios al gran capital.
Dos los servicios a sí mismos.
Dos contrasubversivos años la postergación del bien común.
Este puede parecer un país raro, si no se sabe interpretar. Pero ahora, ¿quién creen que es el desobediente?