En el debate público nacional, que en países anglófonos colocarían como mainstream, todavía está prohibido discutir sobre temas claves de país, o bien porque están prohibidos o porque no hemos caído en cuenta de lo trascendentales que son. Por ejemplo, si no es porque la marcha campesina lo trajo a colación, nadie en las ciudades considera que la tenencia de la tierra es absurdamente desigual en Guatemala y que debe ser renegociada, con el Estado como actor determinante. Los diputados jefes de bloque en el Congreso –hombres en su totalidad– decidieron sacar de debate la iniciativa de ley de Desarrollo Rural porque a modo de ver del sector privado “atenta contra la propiedad privada”.
Con esto no queremos decir que el único campo central de discusión política sea el acceso a la tierra, sino que el centro poder se encuentra ahora en el campo fiscal y financiero. El marco de acción política debe ser mucho más amplio.
De igual manera, la propiedad privada es tabú para los políticos cuando se sientan a la mesa con sus financistas empresarios. ¿Y si decidieran aplicar la Constitución cuando dice que este país es un régimen que respeta la propiedad privada, pero la subordina a cuando haya un interés social superior? Sería muy saludable para la democracia si decidieran aplicar cierta soberanía frente a sus financistas o a los sectores privados del país.
La participación del Estado en la economía, o la renegociación de concesiones leoninas (también absurdas) es otra de las palabras prohibidas en nuestra democracia. El presidente Otto Pérez Molina acudió solícito a dar palmadas en la espalda a su colega español Mariano Rajoy por la nacionalización del 51 por ciento de las acciones de la multinacional Repsol en Argentina, o cuando su bancada apoyó sin chistar una prórroga de 15 años a Perenco cuando Guatemala podría bien haber renegociado la concesión petrolera para condiciones que favorecieran al país. O su gobierno aprobó en una quincena un acuerdo de regalías voluntarias cuando tenía alianzas que le permitían mayoría calificada en el pleno y pudo haber reformado la ley de minería para que dejemos de cobrar a penas el uno por ciento de impuestos antes de que terminen de extraer oro en algunos yacimientos.
Es un respiro que funcionarios como el superintendente de administración tributaria tengan claro que el Estado sí tiene que empezar a trascender fronteras, los límites del juego, en el área financiera. Seremos un país paria –más bien ya empezamos a serlo en listas negras– si no acabamos con el secreto bancario para la SAT, si no acabamos con las acciones al portador, que posibilitan tanto lavado de dinero del narcotráfico, de la corrupción y de la evasión y elusión fiscal.
Pero ahí no terminan las fronteras imaginarias. El racismo o la igualdad entre géneros son tabús. No se debate sobre elementos étnico-culturales para decidir contrataciones en una empresa -en sociedades más democráticas no se ponen los nombres en formularios de solicitud de trabajo- ni la diferencia de salarios en personas de distinto sexo que realizan las mismas funciones.
Tampoco se habla sobre temas más espurios como la hipocresía de la prostitución infantil o la ausencia de derechos laborales y sociales para las sexoservidoras. O se mantienen discusiones pasionales alejadas de debates abiertos y científicos sobre el derecho o no a detener un embarazo o las consecuencias de un aborto. O los derechos de las minorías sexuales a respaldo legal que permitan una seguridad social compartida.
La apología de la violencia sexista o racista, como tuits que califican de insectos a manifestantes o conversaciones en colas de instituciones públicas en la que se exalta la violencia contra las mujeres, deberían ser sujetos de sanciones legales: desde tiempo en centros psicológicos de rehabilitación hasta trabajo comunitario.
Así como antes era un tabú para los 193 gobiernos del planeta Tierra decir que la criminalización del narcotráfico era un fracaso y Guatemala ha logrado abrir y oxigenar el debate, muchos temas tabú en nuestra democracia deberían dejar la pasarela de los reinos desnudos.
Una de las esencias de la democracia es la libre circulación de ideas y que como sociedad tomemos decisiones con base en información amplia y desprejuiciada, y con base en argumentos sólidos.
Desde esta tribuna expresamos una ideología, expresada en nuestro primer editorial, pero como nos sucede con el tipo de periodismo que hacemos, no tenemos todas las respuestas a las preguntas, sino que con cada constatación crece nuestra cantidad de dudas, y por eso es que provocamos debates. Trascender fronteras imaginarias que maniatan esta joven democracia debería ser uno de los leitmotiv de todo medio de comunicación en este siglo.