Enfocado en el tema del empleo, leo propuestas y propuestas y parece que nadie sabe de qué va la virgen. Proyectos de construcción, inversión extranjera, ferias de empleo y promoción de las exportaciones están entre las propuestas más sesudas.
La clase financista de campañas se frota las manos cuando escucha construcción. Ahí es donde se puede lavar mucho dinero, pagar favores, crear parientes empresarios, hacerse rico a fuerza de comisiones y fingir vigilancia meditativa ante el imperativo de ponerle límite al costo por kilómetro o metro cuadrado de construcción. «The sky’s the limit!» (el cielo es el límite), se dice mientras la Contraloría General de Cuentas, el Congreso (constitucionalmente responsable de auditar el gasto público), la Procuraduría General de la Nación y la Cámara de la Construcción responden sobre sí mismos: «¡No vino!».
Nadie habla de construcción con vuelta de calcetín al sistema corrupto.
Así podemos seguir, pero hoy hablaremos de un tema totalmente soslayado: las actuales condiciones de empleo. Quizá se identifique usted o alguien de su familia.
Vea estos casos: en este restaurante chino (propiedad de asiáticos, para entendernos) no se da de comer a los empleados. Si por alguna razón no traen alimentos de casa, los comprensivos dueños les venden huevos a Q3.50 cada uno. Además, les descuentan el aceite y el gas usados para cocinarlos.
Una señora le cuenta a su acompañante, sentadas en una banca, que después de varios años decidió dejar su empleo porque no podía más. Se trataba de una conocida cadena de boutiques donde le pagaban Q2,000 mensuales y tenía que trabajar de 10 a 12 horas diarias los 365 día del año. Además, no tenía seguridad social.
Me contaron personas en Quiché que muchos jóvenes se aventuran a venir a la capital para trabajar en dos grandes industrias que operan totalmente fuera de la seguridad social y del sistema tributario: las tiendas de barrio y las tortillerías. Se trata de un emporio, de una gigantesca telaraña de comercios controlados por unas cuantas personas (como las carretas de shucos). Se trabajan jornadas extenuantes y se vive en condiciones enardecedoramente precarias.
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En el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación se tiene a una gran parte del personal de campo (no he preguntado en el nivel central) sin garantías laborales. Quienes trabajan en extensión y en otras labores se encuentran sin contrato. Muchos no han visto un centavo de salario desde diciembre. Continúan llegando a trabajar porque no hacerlo significa renunciar a la esperanza de contrato, que puede ser por dos meses renovables nada más. Entre sus obligaciones está la de organizar huertos familiares en las comunidades. Ellos pagan los insumos con su propio dinero. Se transportan en vehículo propio o pagan su combustible. Muchas veces dependen de la generosidad de colegas de otras oficinas de gobierno o de las municipalidades y van a jalón. No gustan de hacer listas de beneficiarios para programas de apoyo porque se comprometen con la comunidad y arriba se las cambian, lo cual afecta su credibilidad.
¿Qué decir de las condiciones laborales de las colaboradoras domésticas? ¡Si hasta activistas de derechos humanos, feministas y consecuentes no pagan ni los salarios ni las prestaciones de ley porque el dinero no alcanza y, cuando eso pasa, mandamos el problema al piso de abajo!
Durante la pasada Huelga de Dolores se denunció que profesionales de las ciencias de la comunicación ganan salario mínimo y trabajan 56 horas semanales en las radios y los canales nacionales de televisión.
Y para qué seguir. Estamos en la edad de los derechos, no de las obligaciones. Vivimos en teologías de prosperidad personal, no de caridad cristiana. Me pregunto qué hacen, a todo esto, el Procurador de los Derechos Humanos (y demás organizaciones del tema), el Ministerio de Trabajo, los colegios profesionales, el periodismo investigativo...
Que se diga claro y fuerte: el pueblo quiere empleo digno, pago de salarios legales, respeto y clima de oportunidades. Y no vengan a joderme con que esto es populismo. Esto es de lo que no quieren hablar, punto.
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