El 25 de septiembre, Naciones Unidas lanzó los ODS. Estos 17 objetivos con sus 169 metas específicas son complejos, y en la mayoría de ellos hay temáticas interrelacionadas. Los ODS son herederos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de la agenda pos-2000, que se centraron en hacerle frente a la pobreza en los países en vías de desarrollo y tuvieron un éxito sustancial a nivel mundial, gracias en parte a un período de considerable crecimiento económico. En ese momento solo había 8 objetivos y 21 metas, lo que demuestra hasta qué punto van mucho más allá las nuevas ambiciones de la ONU y las complejidades existentes.
Para los ODM hubo 60 indicadores. En el caso de los ODS, la lista final de indicadores será publicada en el primer trimestre del 2016, pero seguramente serán cientos. No hay que perder de vista en este complejo conjunto de indicadores lo que entendemos por progreso y, lo más importante, cómo medimos este.
Existen diversos índices que analizan el grado de desarrollo, que en su mayoría dependen de fuentes primarias. Entre ellos, el IDH, que cumple 25 años, pero que no tiene en cuenta las temáticas del medio ambiente, por ejemplo. También están el índice de competitividad, que toma en cuenta más los inputs que los resultados de políticas específicas, y el índice de la felicidad, que mide el desarrollo con base en la expectativa de vida, la huella ecológica y una percepción subjetiva de la propia felicidad.
Parte de la complejidad del tema será encontrar indicadores fáciles de reproducir y que logren medir ese progreso en diversos niveles territoriales. El índice de progreso social (IPS) permite en gran medida este análisis de desarrollo sostenible. El IPS es una medida del bienestar compuesta por los resultados exclusivamente sociales y ambientales. Por lo tanto, complementa la medida económica del progreso como el PIB per cápita. Tanto el IPS como los ODS miden el bienestar humano a escala global e incluyen una amplia gama de indicadores. Pero el marco del IPS hace un mejor trabajo en la comunicación de los avances, ya que se descompone en las dimensiones y los componentes. Así, es más fácil para los políticos discernir si se necesitan mejoras a lo largo de los sectores de necesidades básicas y fundamentos de bienestar o de oportunidades.
Paraguay logró plantearse metas claras para el 2030 en medir y valuar el progreso de los proyectos de inversión social del Estado. Este proyecto ambicioso surgió de «un amplio consenso social acerca de la visión del futuro» de ese país, según el ministro de Planificación. En Guatemala, desde el 2013 se han realizado consultas con diversos sectores y grupos, en las cuales 843 personas opinaron cuál era la Guatemala que deseaban para el 2030. Tener esta perspectiva sobre el futuro no es tarea sencilla cuando no se conoce con certeza cómo estamos actualmente.
Guatemala es un país muy estudiado a nivel teórico. Sin embargo, el Estado no tiene buenos registros estadísticos. Existen subregistros y malos registros. La falta de un censo actualizado, la falta de encuestas a nivel de regiones y la generación de registros de salud, educación, recursos naturales o registros municipales no comparables entre sí complican el ejercicio de evaluar el progreso. Debemos exigirnos, como sociedad, invertir en medirnos constantemente y en modificar nuestra capacidad estadística tanto a nivel nacional como a nivel de municipalidades.
Seamos ambiciosos como los paraguayos y planteémonos metas nacionales de progreso social, medibles con indicadores claros y reales, teniendo en cuenta los ODM en los que fallamos y los ODS a priorizar como nación.
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