Pronto otras dos niñas fueron asesinadas. Los cuerpecitos de las hermanitas Kerin Gemima y Yailin Celeste Palala Pocía aparecieron una mañana fría, sin una sonrisa en los labios, mostrando apenas la frialdad y dureza del rictus cadavérico. Había que ir hasta San Pedro Ayampuc para recoger información, era demasiado lejos como para que impresionaran mucho, era área de pobres y allí los muertos a balazos es cosa casi cotidiana. Los medios las usaron para sus notas rojas pero, rápidamente las dejaron tiradas, tal y como hicieron sus asesinos. Su madre, entre sollozos aún llegó a consolarse: ¡no las violaron!
Todo mundo corre, todo mundo se esconde. En las casas se han duplicado los barrotes y los padres de familia llevan a sus hijas casi que encadenadas. Nadie se mueve, nadie sale solo a la calle. Pero la vida continúa, las niñas conviven con los chicos de su barrio. Crecen, se enamoran, se hacen amigas del vecino y del amigo del amigo, algunos se muestran poderosos, fuertes, capaces de muchas hazañas. Ellas los admiran, se enamoran, rodeadas y rodeados de ese negocio que desde hace años es floreciente y protegido por el descuido e incapacidad de las autoridades: las extorsiones. El negocio parece no tener riesgos, pues se extorsiona al que menos tiene, al que no puede defenderse legalmente, al que no tiene cómo pagar a los usufructuarios y promotores del desamparo que, frotándose las manos, hacen crecer sus policías privadas y negocios de seguridad. Pero de la extorsión al asesinato hay sólo un paso, y algunas de ellas van quedando en medio, como cómplices, como moneda de cambio, como objetos de venganza.
Y aparecen otros dos cuerpecitos: las víctimas respondían a los nombres de Auri y Kelly Girón, de 16 y 15 años respectivamente. Se gasta ya mucha menos tinta y tiempo de radio en su caso. En apenas unas semanas nos hemos acostumbrado a saber que parejas de hermanitas aparecen sin vida en las distintas zonas de la metrópoli.
Son mareras, dicen el Presidente, sus ministros, los curas y predicadores; son mareras repite la gente, y esta acusación que nada dice pero todo lo explica es su condena post mortem. Los maestros y todos los que se atreven a hablar del asunto dicen que eran buenas niñas, como la mayoría, como las de su barrio. Pero nadie propone acciones que permitan salvar a las próximas, a las de la otra semana, a las del año entrante.
Nadie nos dice cómo y por qué los grupos delincuenciales han llegado a tal nivel de sadismo. Niños asesinos y niñas víctimas, ése es el panorama. Las pocas voces que hoy se levantan para exigir acciones son las mismas que desde hace mucho tiempo han venido pidiendo que se haga algo, que el abandono y el desprecio conduce a la desesperación. Que la exclusión social, laboral y educativa conducen a otras inclusiones, marginales, violentas, entre ellas las de los grupos juveniles con vínculos criminales. Pero las respuestas son las mismas, se les acusa de extremistas, agitadores y hasta de comunistas, sin que se vea el camino que lleve a que estos horrendos crímenes desaparezcan.
Todo esto comenzó hace ya mucho tiempo, cuando los barrios periféricos, los asentamientos y las aldeas próximas a la gran ciudad fueron dejados en el olvido. Nadie se interesó entonces, ni se interesa ahora por impulsar campañas educativas, por desarrollar procesos incluyentes. Son muy costosas, dicen los burócratas y los políticos. No nos incumbe, dicen los dueños del dinero. Escondámonos, dicen las clases medias. Así tiene que ser dicen los libertarios. Sólo los creyentes, practicantes y poseedores del dios dinero son salvos, dicen los predicadores de todos los credos.
Van seis, sólo en los últimos días y en los alrededores capitalinos, y el número seguirá creciendo, como sucede con los choferes y los “brochas”.
Para este diez de mayo, tres madres lloran la ausencia definitiva de sus hijas. Ellas no asistirán al festivo griterío de vivas a la familia, porque la de ellas ya fue destruida. Nadie ha hecho nada para controlar la violencia intrafamiliar, ejemplos incontestables donde los adolescentes asesinos aprendieron que golpear es fácil, posible y, según sus grupos de referencia, necesario.
Si por razones políticas durante mucho tiempo se aplicó la tortura, y aún ahora hay jueces, fiscales, ministros, predicadores y empresarios que la justifican, bendicen y apoyan, estos niños y adolescentes sicarios tienen dónde aprender y justificarse. Lo de ellos no es una guerra política. Ellos no tienen a su favor el financiamiento y la complacencia del poder público. Pero actúan en función de la costumbre, procurándose sus propios recursos, sabedores que los que ejercen el poder público no los conocen, no los consideran, mucho menos se interesan por ellos pero que, llegado el momento, capaz y los contratan para acabar con los realmente perjudiciales: los agitadores políticos.
Uno que otro, por causa de sus propios errores, irá cayendo en manos de los aparatos del Estado, pero no será para rehabilitarles, enseñarles otras prácticas sociales y con ello romper el círculo vicioso que de la pobreza conduce a la delincuencia. Será para hacinarles en centros de detención donde, sin vínculos ni recursos que les permitan contratar defensores capaces de enredar la ley, entrarán en contacto con delincuentes más experimentados.
Las niñas pobres no tienen mayores horizontes. Las violan y embarazan tíos, parientes o enamorados inexpertos, obligándoles a una maternidad prematura y en consecuencia frustrante. Sin mayores expectativas ni opciones, fácilmente se enamoran y enredan con los chicos delincuentes del barrio. Para ellas, el 10 de mayo es un día de flores marchitas, y las marchas por la familia desfiles sin sentido y sin razón.
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