A menudo suelo ir a ese restaurante. Me gusta sentarme en la barra y cenar ahí. Puedo permanecer tranquilo sabiendo que nadie me molestará con una conversación no pedida o una mirada de reconocimiento. Puedo pensar tranquilamente, mientras me como una pasta o unas hermosas chuletas bañadas en salsa de manzana.
Es un sitio oscuro, la luz suele ser muy tenue. En la tele suelen tener deportes que nadie mira, salvo ocasionalmente, cuando los alegres grupos de entusiastas se sientan en las mesas con sus playeras multicolor. En la ausencia de esos eventos deportivos, la música me gana. Suelen tener un soundtrack de lo más fresco.
Las meseras son muy amables. En los casi dieciséis años que llevo comiendo allí, he visto pasar decenas de chicas y chicos. Algunos más amables que otros. Algunas más guapas que otras. Como aquella chica, que solía usar faldas cortas y medias caladas.
La recuerdo especialmente a ella. Solíamos ir con los amigos a charlar y beber cerveza, mientras nos atendía derritiéndonos con sus piernas largas y esa sonrisa fulminante. Éramos tan jóvenes. Estuvo un largo tiempo sirviendo mesas. Incluso la recuerdo embarazada. Qué shock. Seguro será una maravillosa madre. No la volvimos a ver y desde acá le deseo lo mejor donde quiera que esté.
La primera vez que fui a ese sitio aún estaba en el colegio. Qué tiempos. Ahí tuve citas, no diré cuántas porque mi abuela me lee y luego hace preguntas. Celebré cada final del semestre de la universidad con mis colegas a los que ya no veo. Comimos ahí con mi abogado, después de la audiencia de mi divorcio. Vamos, el sitio me ha visto crecer mientras permanece como un refugio invariable. Una institución.
Ahí estaba hace unas noches, comiendo con mi familia. Disfrutando de una tranquila y placentera noche. Había poca gente en el lugar. Los meseros se entretenían hablando en las estaciones de cobro. La chica de la puerta miraba hacia afuera, esperando que su turno terminara.
En la barra, una pareja charlaba apaciblemente. Cerca de ahí, en una mesa, pude ver a dos chicas muy jóvenes sentadas con un hombre mayor. Las chicas tenían ropa idéntica, un uniforme. Cuando fui al baño, supe que era así: pasé cerca de ellas y noté que tenían bordado el logo de una inmobiliaria en el pecho.
Les puse atención porque ambas parecían estar nerviosas. Casi asustadas. El hombre se reía con carcajadas gordas y hablaba de cuentas enormes en dólares y no sé qué cosas en un club, mientras ellas asentían silenciosas, sosteniendo sus copas muy cerca de la boca. El hombre me vio y percibí claramente cómo se quería imponer grandioso al tenerlas ahí. Cosas de machos, verán ustedes, machos tropicales.
Les dejé de poner atención un rato. Luego les perdí de vista. Ordenamos un glorioso postre y todos salimos felices, como siempre. Bajé por mi auto al sótano. Al salir del parqueo, nos encontramos con el desastre: un vehículo había salido a la avenida sin mirar que había una fila detenida. Había chocado irremediablemente contra un pickup lleno de guardaespaldas que ahora lo rodeaban.
Todo pasó frente a nosotros: el piloto irresponsable se bajó y resultó ser el mismo hombre que estaba con las dos chicas. Era fácil reconocerle: su calva total, su camisa a rayas, su actitud. Le gritaba al empleado de la garita que él era responsable del choque por no avisarle. Bah. Las chicas también se bajaron y de inmediato intentaron calmarlo. Supongo que salió con tanta alegría que no se fijó.
He pensado mucho en el tiempo los últimos días. En cuán rápido pasa. Tengo un maravilloso hijo que recién cumplió siete. También en que este año cumplo treinta y cuatro y que hace mucho que ya no soy un muchacho. Lo cierto es que frente a mí, la escena me lo ponía claro: es inevitable envejecer. Lo que sí puedo evitar es convertirme en un idiota. A que sí.
Honestamente jamás deseo convertirme en ese hombre que ahora patea las ruedas de su auto, cuyo frente está deshecho. Haré todo mi esfuerzo por no ser el viejo verde del que todas huyen, el cabrón que vive diciendo que antes todo era mejor, que las nuevas generaciones están perdidas, que mejor fuera que un dictador nos guiara a la más hermosa autodestrucción. O peor aún: que yo termine vendiéndome a todo aquello que hoy me parece terrible.
Demasiado espectáculo lastimero. Los autos averiados se orillaron y bajaron a charlar. El hombre se cagó en su noche. Los guardaespaldas lo miraban burlándose. Las chicas volvieron a bajar y se pusieron en la parte de atrás del auto, lejos de él, hablando entre sí.
Antes de irme vi sus risas. Sus pequeñas y brutales risas frías, filosas y contundentes como un gigantesco témpano, que también tuve que esquivar.
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