El común denominador en todas estas iniciativas es que, como soporte teórico de las mismas, vale todo. Ello significa que la formación académica de los psicólogos presenta una amplitud tan variada que puede hacer desconfiar de su rigor científico, pues hay tantas teorías en juego que finalmente no queda ninguna. Algo que destaca es la insistencia en las neurociencias como parte básica de su formación, quedando relegadas otras áreas, en especial todo lo referente al campo social-humanístico. Las distintas universidades que ofrecen la carrera de Psicología (la estatal y varias privadas) presentan aproximadamente el mismo panorama. Todo ello contribuye a hacer de la Psicología una carrera no muy valorada, con relativamente escasa salida laboral, y en muchos casos transformando a sus profesionales en auxiliares paramédicos.
Alguna vez se le preguntó a un kaibil** cómo hacían cuando llovía en la montaña, si no pasaban frío ahí. La respuesta tajante fue: “¡un comando nunca siente frío!”. Ello lleva a preguntarnos: ¿cómo se logra que un ser humano pueda llegar a decir eso? No sentir frío en esas condiciones no es muy natural, por cierto, dado que la gente “normal” siente frío cuando se moja, más aún si anda caminando a la intemperie y de madrugada. Poder hacer esa afirmación con tamaño convencimiento implica un gran trabajo psicológico detrás; una profunda labor de aprestamiento, de preparación. Ese temple no se obtiene sólo con un sermón moralista; conlleva técnicas de abordaje psicológico muy precisas, muy finamente elaboradas, certeras. ¿Cómo lograr que un comando así se sienta y actúe como “una máquina de matar”, de lo que, incluso, puede sentirse orgulloso?
Por cierto, ese trabajo está muy desarrollado en ciertos centros académicos. Ello se sustenta en las llamadas “operaciones psicológicas” que se dirigen a la población civil (lo que algunos teóricos han dado en llamar “guerra de cuarta generación”), así como también al interior de las fuerzas armadas. Al respecto, el psicólogo social salvadoreño Ignacio Martín-Baró señalaba “la des-humanización” como un mecanismo de la guerra. ¿Para eso deben trabajar los psicólogos entonces?
También es un abordaje muy preciso, fino y bien elaborado el que utiliza la publicidad para promocionar y vender. “Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, manifestó un psicólogo publicitario de la agencia estadounidense BBDO, una de las más grandes compañías del mundo dedicadas al mercadeo. ¿Ése es el trabajo de un profesional de la Psicología: ayudar a inventar necesidades para vender productos? ¿Descubrir, por ejemplo, que los colores que más “venden” son el rojo, el amarillo y el blanco, y consecuentemente hacerlos aparecer en los logos de todos los productos de mayor presencia en los mercados internacionales? (pensemos un momento en algunas marcas famosas y lo constataremos).
Claro que un psicólogo no hace sólo eso: también puede… ¿hacer tests de inteligencia? Sí: tests (dicho en inglés, por cierto –¿por qué no decir “pruebas”?–), porque en Guatemala, aunque alguien no lo quiera creer, aún se hace eso, remedando la frenología decimonónica, solidaria en cierta forma de la idea de “criminal nato” del italiano Cesare Lombroso, o los primeros escarceos que hacía la balbuceante Psicología de principios del siglo XX cuando, por ejemplo, Alfred Binet buscaba “medir” las funciones mentales. Alguien dirá que cómo es posible que hoy, entrado ya el siglo XXI, se continúe con esas prácticas, desechadas en muchos lugares por insustanciales. Por cierto la pregunta está abierta: ¿cómo es posible?
En la actualidad, la guía que orienta ese tipo de intervenciones tiene una base pretendidamente mucho más científica: es el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, habitualmente conocido en nuestro medio por sus siglas en inglés, DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), libro sagrado e incuestionable con que el gremio psicológico se maneja, y que ya desde las escuelas de formación universitaria es presentado casi como “verdad revelada”. ¡Pero que, por cierto, es necesario cuestionar! “El diagnóstico en salud mental, como cualquier otro enfoque basado en la enfermedad, puede estar contribuyendo a empeorar el pronóstico de las personas diagnosticadas, más que a mejorarlo”, fustigaba enérgico un grupo de psiquiatras ante la aparición de su V Edición, en mayo de 2013. “En lugar de empeñarnos en mantener un línea de investigación científica y clínicamente inútil, debemos entender este fracaso como una oportunidad para revisar el paradigma dominante en salud mental y desarrollar otro que se adapte mejor a la evidencia”.1
Todo esto, por cierto, lleva a revisar cómo se hace Psicología en el país: la idea de “inteligencia” y la posibilidad de medirla, hace décadas que fue descartada, porque no agrega nada de nada y, por el contrario, sólo está al servicio de estigmatizar a los “poco” inteligentes. Una visión más rica del asunto debe hacer uso de otro tipo de conceptos. ¿Acaso alcanza conocer el “cociente intelectual” para poder adentrarse en la estructura íntima de un sujeto y actuar sobre ella? ¿Es por poca o mucha inteligencia que actuamos como actuamos? ¿No es necesario manejar referentes conceptuales más críticos, más profundos, como los de conflicto, inconsciente, deseo, pulsión, lengua y habla, símbolo, poder, para abordar lo humano? En la antigüedad clásica de Grecia se empezó a hablar de los cuatro temperamentos básicos: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico. Hoy día, dos milenios y medio después, ¿sirve aún esta clasificación? (para el caso se podría decir que el DSM la ha superado en sutileza). Lo preguntamos porque aún hoy en la formación psicológica se siguen enseñando. Esto obligaba a revisar los conceptos fundamentales que fundamentan nuestra práctica.
Quizá no termina de estar claro cuál es el papel de un psicólogo, su exacto encargo social, dada la variedad enorme (tal vez: demasiado enorme) de intervenciones en que participa. ¿Pero qué debe hacer entonces un profesional psicólogo? ¿“Hacer consciente lo inconsciente venciendo las resistencias”?, como diría Freud. O ¿permitir que el inconsciente hable, escuchar el inconsciente?, para decirlo en clave de psicoanálisis francés, lacaniano sin dudas. ¿Ayudar a organizar las comunidades para la participación-representación democrática en los procesos de desarrollo integral? ¿Devolver el espíritu crítico y auto-crítico a los profesionales de la salud y científicos sociales? ¿O seleccionar el personal más “idóneo” para las empresas privadas? (entendiendo por “idóneo” el que produce más y cuestiona menos) ¿Liberar la creatividad de la población para recuperar el sentido del ocio y la recreación, que tanta falta hacen en nuestra violentada sociedad? ¿Ayudar a la Psiquiatría a poner orden en el desorden de la vida? ¿Reeducar? ¿Ayudar a preguntarse cosas? ¿Re-significar o darle un nuevo sentido a las experiencias dolorosas como sucede con los sobrevivientes de violencia política o desastres? ¿Dar consejos? (por cierto, hay una maestría en “counselling” psicológico en alguna de las tantas universidades privadas que hoy abundan en el país). ¿Valen los consultorios sentimentales? ¿Están habilitados los psicólogos para hacer sexología? ¿Deben hacerla, o deben formular su crítica?
Como vemos, la situación es bastante compleja: este título profesional habilita a innumerables cosas, disímiles entre sí en muchos casos, antitéticas a veces. ¿Qué es, en definitiva, un psicólogo? ¿Cuál es su tarea, su encargo social: mantener el orden establecido, o cuestionarlo? ¿Alcanzan los manuales de psiquiatría para eso, como el “libro sagrado” del DSM? Si se selecciona el personal “más idóneo” para la empresa, ¿qué significa eso? ¿El que trabaja mejor y no protesta, o el que es más crítico? La gente inteligente, al menos según los tests de inteligencia, es siempre la más crítica. Balance difícil entonces: ¿apoyamos la psicometría de la inteligencia o la selección de personal funcional a la lógica empresarial? ¿Y qué debe hacer un psicólogo que trabaja en una empresa privada ante la organización sindical? ¿Es cierto que estas empresas son una “gran familia”? Son más las preguntas que las respuestas, por cierto.
El abanico de posibilidades es complejo, lo decíamos. Pero al menos está claro que no se dedican a hacer lobotomías y ni a prescribir chalecos de fuerza. Aunque también se puede hacer eso, metafóricamente hablando. Y quizá, si no hay espíritu crítico, se lo puede estar haciendo sin saberlo. Los hiper utilizados conceptos de “autoestima”, “resiliencia”, “tolerancia”, ¿no pueden hacer parte de ese “chaleco” quizá? “Si la intolerancia es mala, la tolerancia puede no ser mucho mejor. Siempre tiene una connotación de benevolencia, de generosidad regalada y graciosa por parte de uno al otro. Yo prefiero el convencimiento de que hay que respetar a los demás y la sabiduría de que nadie es más ni menos”,2 decía el escritor portugués José Saramago. Estos conceptos tan a la mano en cualquier escuela de Psicología, aparentemente de orden científico, encubren en realidad cuestionables posicionamientos ideológicos.
¿Avanzamos realmente en el campo de la práctica terapéutica con un concepto como “autoestima”? ¿Y dónde queda el narcisismo entonces, el deseo, la pulsión como búsqueda perenne de un objeto que nunca la puede colmar? Digámoslo con un simple ejemplo: sabiendo que el fumar puede producir cáncer, de todos modos fumo. ¿Lo hago porque no me quiero (“baja autoestima” diría una descripción de la Psicología oficial) o porque hay vericuetos más complejos en juego? Si contraigo un cáncer aun sabiendo de los riesgos de fumar, ello obedece a instancias más complicadas que la “buena voluntad”, o la falta de ella. El concepto de deseo explica más –y por tanto permite accionar más– que la sencillez descriptiva de pensar que “no me quiero” y por eso busco matarme. Es algo así como entender que en el síntoma hay goce. Concepto duro, por supuesto, que la Psicología de la conciencia no puede penetrar. ¿Qué estoy matando, a quién mato realmente si me autodestruyo? La ciencia debe ir más allá de la descripción superficial. Si no, nos quedamos con lo puramente observable. Y en el campo de lo humano, la anatomía descriptiva (o, para el caso, la Psicología descriptiva) tiene límites muy cercanos. ¿Cómo es eso que, por ejemplo, un impotente goza con su impotencia? ¿Es porque no se quiere lo suficiente? ¿O habrá que pensar en un “exceso” de amor? Hay ahí discusiones teóricas abiertas, sin dudas no muy trabajadas en la enseñanza de la Psicología.
Otro tanto podría cuestionarse, por ejemplo, con la noción de resiliencia, tan a la moda hoy día. Más allá de la bienintencionada idea de encontrar una fuerza positiva aún en las situaciones más negativas, la idea de resiliencia no dejar de estar al servicio de “técnicas de aprendizaje, es decir prácticas correctivas de conductas, sin tomar en cuenta los procesos sociales y psíquicos que bloquean potencialidades”, tal como expresan Ana Berezin y Gilou García Reinoso en su texto “Resiliencia o la selección de los más aptos”3. “El ideal de la resiliencia parece ser la funcionalidad, la eficacia de los sujetos y sobre todo del sistema. Así, lo que parece simple –y obvia– descripción de situaciones de hecho implica peligros: bajo un nombre nuevo se retoma el viejo concepto de “desviación”: en el campo de la salud, con el modelo médico; en el de la educación, con el modelo pedagógico; ambos remitiendo al concepto de normalidad y adaptación, con sus consecuencias de orden teórico, ético y político”.
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