La idea no es de este gobierno ni de este Congreso, aunque parecen haberla acogido con alborozo, pese a sus promesas de reducir la opacidad de la administración pública. El Partido Patriota había agendado debatirla hoy en el Legislativo, pero a última hora la retiró del orden del día.
La propuesta nace de las recomendaciones hechas por la Comisión de desclasificación de archivos militares, que se creó durante el mandato de Álvaro Colom. Aquel equipo analizó más de diez mil documentos castrenses y especificó que 11 mil 641 deben desclasificarse, 599 deben estar parcialmente clasificados, y 103 deben mantener su clasificación como confidenciales porque, se supone, de lo contrario pondrían en riesgo la seguridad nacional.
Y el problema aquí es que la Ley de acceso a la información pública, aprobada en 2008 ceñida a los altos estándares internacionales de transparencia, no permite considerar como confidencial ningún acto de la administración del Estado. El grado máximo de secreto que se les permite es el de reservado.
En la iniciativa de ley que preparó el gobierno de Colom se apunta a que su objetivo no es otro que limar las asperezas (“armonizar”) que existen entre esa ley y la Constitución, que –dice el texto recibido por el Legislativo– cataloga los asuntos militares y diplomáticos como confidenciales. Este análisis lo respaldaron las direcciones jurídicas del Ministerio de Relaciones Exteriores y del de la Defensa y la Secretaría General de la Presidencia. Pero la cuestión es que parece tener un defecto: que no es cierto.
Lo que el artículo 30 de la Constitución dice es que todos los actos de la administración son públicos. Y que los interesados tienen derecho a obtener, en cualquier tiempo, informes, copias, reproducciones y certificaciones que soliciten y la exhibición de los expedientes que deseen consultar, “salvo que se trate de asuntos militares o diplomáticos de seguridad nacional, o de datos suministrados por particulares bajo garantía de confidencia”.
Como se ve, la Constitución no define como confidenciales ni los asuntos militares ni los diplomáticos aunque de ellos dependa la seguridad del país, aunque sí restringe su nivel de publicidad.
Para oponerse a la iniciativa de reforma sin salirse del mandato constitucional, bastaría con aducir que ese grado de secreto se obtendría con sólo calificar una información de reservada. Pero hay un argumento más en contra de las modificaciones que se pretenden. Como ha señalado el Movimiento Pro Justicia, para limitar el derecho de acceso a la información, que no es un derecho absoluto, y que esas restricciones encajen con el derecho internacional, deben cumplirse una serie de requisitos, pero la propuesta no cumple ninguno.
Ni las excepciones está definidas de manera clara y limitada de antemano, ni se dan pautas claras para interpretar comprender qué asuntos son de seguridad nacional y responden a un fin legítimo, ni nos dice cómo corroborar si la restricción es desproporcionada, ni establece fechas de caducidad para la restricción. Tampoco tendría el ciudadano derecho a un recurso efectivo para obtener la información, a decir del Movimiento Pro Justicia, dado que según la iniciativa, la potestad de declararla confidencial recae sobre el Presidente.
El debate es técnico, pero también es político: no podemos pensar que sus minuciosas complejidades carecen de importancia para nuestra sociedad. Debemos entender que son grandes sus repercusiones para la transparencia del Estado (especialmente en dos ámbitos que se han movido siempre en el sombrío territorio de la corrupción y las violaciones de los derechos humanos), para el control que la ciudadanía puede ejercer sobre él, y sobre todo para nuestra historia.
La confidencialidad que parecía desterrada de los actos públicos y que parapetó durante mucho tiempo onerosísimos bocados al erario nacional podría estar de vuelta si el Congreso aprueba esta iniciativa. Pero no sólo eso. También perderemos la oportunidad –el derecho– de aprender muchas cosas sobre nuestro Estado y sobre nosotros mismos. No las conoceremos ni en el momento en que suceden, ni décadas después. Si estas reformas se hubieran aprobado en los Estados Unidos, probablemente nunca habrían salido a la luz los experimentos que se hicieron con los guatemaltecos a los que infectaron con sífilis.
La seguridad del país es desde luego un asunto que hay que tomarse en serio, más que por el país mismo, por sus habitantes. Sin embargo, el discurso de la seguridad ha sido a menudo un manto que ha servido para tapar grandes atrocidades, extensas violaciones de los derechos de los individuos, de los ciudadanos, y ha encubierto en muchas ocasiones intereses políticos, burocráticos y de negocios (el mundo de los negocios puede llegar a ser inmensamente más grande en lo militar y en lo diplomático que en el resto de la administración pública, y por sus magnitudes, su nivel de tráfico de influencias y de corrupción hace que el resto de corrupción y tráfico de influencias parezca de juguete).
Confidenciales, y nunca revelables, sólo deben ser ciertos datos de las personas en poder de la administración. Si queremos que la seguridad justifique el secreto, que sea un secreto limitado, razonable y también revocable. No lo olvidemos: todos los actos del Estado son públicos, y por nuestro bien, deben salir a la luz tarde o temprano. La ley debe facilitarlo. No impedirlo.
De lo contrario, viviremos a oscuras.