Seguramente usted conoce el aforismo: «Quien tiene la información tiene el poder». Y cuando se trata de gestionar riesgos, la información es un instrumento de dominación.
De esa cuenta, las compañías tabacaleras ocultaron durante décadas la manipulación de componentes adictivos en cigarrillos, y también en esa época, compañías petroleras intentaron sobornar y bloquear la investigación de Clair Cameron Patterson, geoquímico estadunidense que demostró, que la contaminación por plomo era provocada por la industria petroquímica.
Gracias a Patterson existen normativas internacionales para controlar el nivel de plomo en diversos productos. Desgraciadamente, no todas las personas de ciencia tienen esa integridad. Y para empeorar las cosas, la ciencia es cada vez más una mercancía, y menos un bien público.
La tensión entre el interés corporativo y el bienestar de la gente se torna evidente cuando el asunto llega a un tribunal. Examinemos un ejemplo interesante proveniente de Alemania, donde se comprobó judicialmente la correlación entre malformaciones en recién nacidos y la contaminación de cuerpos de agua. Sin embargo, no hubo condena porque no se pudo comprobar cuál de las plantas industriales de la zona había provocado esas malformaciones específicas.[fn]U. Beck (2006). La sociedad del riesgo, hacia una nueva modernidad. Barcelona: Paidós. p. 89.[/fn]
¿Se da usted cuenta? Las personas comunes, que no tienen los recursos de las grandes corporaciones, tienen a menudo sobre sus hombros la tarea de PROBAR que una tecnología es dañina, cuando el sentido común diría lo contrario: Que las empresas deben probar la seguridad de su tecnología. Si eso pudo ocurrir en Alemania, ¿Qué podemos esperar en Guatemala?
Ulrich Beck, a quien he citado antes, construyó el concepto de una «sociedad del riesgo» donde coexisten riesgos localizados como las actividades mineras, con riesgos deslocalizados como los procesos de cambio climático o la amenaza de accidente nuclear. Para ambas situaciones podemos encontrar científicos (as) que conocen las amenazas, y ocultan los riesgos porque sus descubrimientos son propiedad privada. Y en franca desventaja, la gente común debe ampararse en «estudios de riesgo» o «estudios de impacto ambiental» cuya elaboración en Guatemala y otros países, se confía precisamente a quienes eventualmente se beneficiarían con su inefectividad.
La ciencia debería ser un bien público. Pero la realidad es otra. De manera que la próxima vez que alguien arrogante les quiera silenciar con un cálculo de probabilidades, enciendan su «sospechómetro». Y recuerden que los cálculos de probabilidad también tienen su componente subjetivo.
Un ejemplo esclarecedor es el cálculo de la probabilidad de accidentes en centrales nucleares:[fn]J. López Cerezo & J. Luján (2000). Ciencia y política del riesgo. Madrid: Alianza Editorial. p. 45. Véase también en esa obra una excepcional explicación de cómo se construyeron los árboles de probabilidad a partir de valoraciones subjetivas.[/fn] En los años sesenta se estimó la probabilidad de accidente nuclear para los EEUU en una en un millón. Después del accidente de Three Mile Island (EEUU- 1979) la probabilidad fue ajustada a una en 50 mil.[fn]El accidente en Chernobyl (URSS-1987) no alteró los cálculos por tratase de «otra tecnología».[/fn] Pero en 2011 tras el accidente en Fukushima, Alemania decidió apagar sus ocho reactores más peligrosos[fn]International Atomic Energy Agency IAEA (2012). Technical Meeting on Evaluation Methodology of the Status of National Nuclear Infrastructure Development and Integrated Nuclear Infrastructure Review (INIR). Vienna: IAEA.[/fn] y se programó el cierre de las 17 plantas existentes antes de 2022.
Entonces. ¿Dónde quedó la arrogante y «objetiva» probabilidad de una en un millón?
Como hemos comentado antes, la única forma de reducir los riesgos es mediante su estudio. Es decir, conocer los riesgos y expresarlos en escenarios.
Si no se accede a información científica, los riesgos técnicamente no existen. Acaso por esa razón, es desconcertante encontrar instituciones dedicadas a desacreditar el conocimiento científico. Desde el cambio climático, hasta el uso de determinados transgénicos. Y en un ámbito específico, en Guatemala sobran ejemplos de estudios que aseguran la viabilidad de actividades industriales de alto riesgo. En muchos casos, esos estudios han sido firmados por verdaderos (as) «proxenetas de la ciencia».
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