Los minutos no disimulan, y tras el «ahorita regresa» busco una banca, en la cual naufragan mis argumentos. Repaso el caso, veo los papeles, memorizo argumentos y lealtades y, segundos después, vuelvo a mi retórica de artículos o historias.
Mi trabajo es contar historias, muchas creíbles, algunas inverosímiles, la mayoría tediosas. Un contrato es una historia mecánica, antecedentes, deseo, aceptación. Un juicio son dos historias que nacen de un mismo hecho. Un acuerdo es una historia sin coartada.
Silencios interrumpidos por la metralla de la palabra. Pase, licenciado. Ya vino el licenciado. En dos minutos hay que captar la atención, ser eficaz en el verbo y en el adjetivo, contumaz pero amable: un pequeño guiño humano al burócrata, dejar compromisos, salir con la hojita firmada, con la citación, con la resolución, con la solicitud, y meterla en el maletín con cuidado para que no se arrugue. Bajar las gradas y salir al sol o a la lluvia, buscar el carro o taxi que te lleve a la siguiente oficina y de vuelta al silencio, mirar los carros desde la ventanilla, los vendedores, los niños en las aceras acompañando a sus padres o a los que los alquilaron para parecer sus padres, y me doy cuenta de que en el taxi al que me subí suena pop cristiano con arreglos ochenteros: una voz aguda canta «hazme tuya, Señor», y pienso en Adela Noriega llegando a la casa del patrón, entregándose a él.
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Patear la calle, dicen en mi pueblo. Ganarse los frijoles, dicen en mi otro pueblo, este pueblo donde he crecido, me he casado, me he divorciado, me he vuelto a casar; donde he tenido hijos, los he mandado al colegio a que les cuenten historias y aprendan a contarlas; donde he tenido negocios fallidos y otros exitosos; donde me he emborrachado cantando feliz con mis amigos, sin temores, filosofía de madrugadas, recitando poemas, contando batallitas, riéndonos de bobadas, en casas de amigos o amigas de cuyos nombres no me puedo acordar.
Nosotros, a los que solo nos dejaron como legado la educación y el ejemplo, no podemos entender y no podemos ser representados por los inmorales y haraganes hijos del privilegio, del despilfarro, de los viajes por llenar cartillas para decir ya estuve, por los candidatos profesionales escondidos en sarcófagos durante meses o años, en estado vegetativo, hasta la próxima elección. ¿Tendrán silencios para pensar en ellos, en los suyos? ¿O solo de challenge en challenge vivirán? ¿Sabrán de qué va esto de vivir, de trabajar de sol a sol, de pagar cuentas, de llamar para que te paguen, de hacer descuentos, de llegar a fin de mes? ¿Sabrán la puta vida que llevamos en Guatemala, que atontados evadimos realidades a punta de guaro o iglesias, cremas o rojos, Messi o el otro, Thor o Superman?
Personajes que, cuando en un formulario les preguntan «¿profesión u oficio?», responden «candidato presidencial». Sí, doña Sandra. Sí, doña Zury, pero ¡de qué trabaja! Pues de eso, de candidato presidencial. Usted ponga eso. Bueno, señor Giammattei. Can-di-da-to pre-si-den-cial. Ya está.
Hay otros, niños enfermos de excesos, de caprichos, de arrebatos, de ocurrencias, que, siempre que les preguntan «¿profesión u oficio?», responden «he-re-de-ro». Usted ponga «heredero». Sí, don Roberto.
¡El siguiente!
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