Su importancia está más allá de cientos de individuos indiferentes: debe ser una desobediencia masiva con consciencia de su rebeldía.
Plantear abstenerse de votar en una sociedad tan conservadora como la nuestra conlleva varios elementos de reflexión. El primero —y que comúnmente se mal interpreta— es no comprender que el abstencionismo por sí mismo no es una postura política válida: es creer que es simple indiferencia. No participar en las elecciones solamente porque no dieron ganas remite al desconocimiento, desinterés o conformismo. De eso tenemos vasta experiencia en Guatemala, especialmente desde la elección de Jorge Serrano Elías como presidente. Ese no es el abstencionismo que reivindico.
El segundo es que la abstención electoral como proceso creativo implica una reflexión más profunda pero también organización. Es decir, no quedarse sin votar sin aunar los esfuerzos sino hacer una polifonía en rebeldía. El tercero es que, derivado de esa reflexión constante y de formas distintas de aglutinar divergencias, se convierta en una proclama común, si no de mayorías de miles que anuncien públicamente las razones de tal decisión.
En cuarto lugar, que no pierda su carácter democrático en tanto coadyuva a pensarse colectivamente respetando criterios individuales (no individualistas). Como quinto punto, que no sea exclusiva de la coyuntura electoral, es decir, que se proponga como una construcción permanente y no resultante del ambiente electorero promovido por candidatos, partidos, instituciones privadas y públicas, y empresas de información.
Estos puntos pueden considerarse antidemocráticos ante los discursos que circulan a diario, sean de Estado, instituciones privadas, empresas de información, analistas o entidades académicas. Muchos de estos últimos afirman que la democracia que tenemos hoy es preferible a las dictaduras militares de varias décadas atrás. Otros, más perversos, omiten ese pasado terrible bajo gobiernos impuestos por el ejército. Se obvia, por ejemplo, que la violencia se manifiesta de diversas maneras, pero que tiene una base histórica y estructural en su razón de ser. Que la transnacionalización de capitales se escuda en evitar la intervención estatal en la economía y dejarle a la mano invisible del mercado el papel regulador de la misma.
A mi entender, no puede hablarse de democracia cuando las causas centrales de acumulación de riqueza en pocas manos, el racismo, la censura a cualquier discurso o acto disonante con el orden y el modelo económico y político, y el debilitamiento del Estado mediante las privatizaciones siguen latentes. No se puede negar la internalización del capital en los sujetos y los consecuentes desastres que causa en las maneras de organizarse socialmente.
Tendríamos que detenernos a pensar en los conceptos que regulan la forma de imaginar la sociedad. En cómo esas definiciones se transpolan desde negociaciones políticas y económicas en altas esferas hacia la práctica cotidiana. Dicho ejercicio es más profundo, creo, que dar por sentado los mecanismos democráticos que nos han vendido y las maneras en que los aprehendemos como verdades divinas. Debemos dejar de percibirlos como preceptos rígidos que no permiten cuestionar lo que tenemos porque, precisamente, para eso están pensados y puestos en las prácticas, símbolos, imágenes y discursos que dan legitimidad a la dominación: las elecciones, por ejemplo.
Así, entonces, debemos romper los esquemas cerrados de entendimiento de lo que hoy es la democracia. Ello implica desentrañar su marco representativo jerarquizado reducido al voto, y, lo peor de todo, lo obsceno en sus prácticas en tanto reproducción de mecanismos que garantizan temibles relaciones de poder.
Pero esta ruptura no puede ser, como escribí atrás, solamente por la efervescencia de la “participación ciudadana” dentro de la democracia representativa. Quizá hoy podamos dar el inicio a pensarnos desde la abstención. Posiblemente, dentro de cuatro años, el ejercicio pueda ser masivo y se tenga la capacidad de poner en jaque al sistema. Tambalearlo desde la ausencia de legitimación a través del voto. Es tiempo de construir un abstencionismo silencioso y creativo, uno que vaya más allá del que conocemos como indiferente a la realidad del país. Un posicionamiento abundante de inconformidades y vacío de indiferencia. Una posición rebelde que pueda desembocar en nuevas formas de comunicarnos, construirnos y deconstruirnos: una verdadera democracia, una polifonía en rebeldía.
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