Durante este año hemos visto el aumento de la propaganda mediática por parte de los partidos que participan en la contienda electoral. El atosigante bombardeo publicitario que hacen es la expresión visual de cómo se posiciona una marca y no la presentación de un proyecto político. Se muestra la política como lo que no debe ser: politiquería.
Lo más preocupante no es el despliegue mediático por sí mismo sino la ausencia de contenidos en los mensajes. A ello se suma el condicionamiento que la mayoría de los medios de comunicación genera en la población respecto a la “obligación” de votar.
El discurso cerrado apela a la culpabilidad de abstenerse del “derecho ciudadano”. No hay forma de reclamar ni exigir a las autoridades si uno no ha votado. Al parecer, nuestro acceso a ciudadanía se reduce a tan básica forma de participación.
Escribo básica en tanto hay una contradicción de la forma democracia, que es por demás, una ampliación de la forma Estado. Esta consiste en que en el supuesto de que fuera real esta manera de hacer gobierno tan utilizada discursivamente, y donde, en teoría, todos tenemos opciones de elegir cómo participar, se censura el derecho a abstenerse. La abstención es peligrosa, pone a tambalear la legitimidad y el orden del sistema. Puede provocar pensar, discernir y actuar de otra forma.
Se sataniza esa opción y no se incluye en las encuestas a no ser que se disfrace de “indeciso”. Esto sucede porque la democracia no ha sido para nada analizada, discutida y menos construida desde las diferentes comunidades y en los espacios públicos. Se ha dejado como tarea exclusiva de los partidos y se ha fetichizado desde las distintas y distantes vertientes académicas e instituciones del Estado. Lo peor ha sido el perverso uso desde los diferentes grupos que han tenido y tienen injerencia a través de lo económico, del tráfico de droga, de la violencia contrainsurgente, de la cooperación internacional, de gobiernos de otros países y el capital transnacional. Conclusión: la democracia es algo que no se sabe qué es. Se nombra infinidad de veces sin tener conciencia de por qué la mencionamos. Su utilidad es retórica.
Es decir, las opciones y la participación de los diferentes pueblos en la construcción de ciudadanía son aspectos formales de discursos. Nuestra democracia es una continuación de legitimación de grupos de poder y formas afianzadas en un sistema de carácter liberal edificado bajo autoritarismo y corrupción que se ratifica con las elecciones.
Ahora bien ¿por qué se ataca al derecho a abstenerse de votar? El abstencionismo no tiene cabida porque se sabe que pone en crisis la forma sobredimensionada de “hacer democracia”: las elecciones. Dicha decisión es un ejercicio político. Es una reflexión que parte de la negación del sistema aunque se viva dentro de él. Es el rechazo legítimo a los mecanismos y la repitente frustración, y, principalmente, porque propone romper con las recetas de democracia que nos han impuesto, además de que, en caso fuera en alto porcentaje, generaría formas de transformación desde nuestra realidad y a partir de nuestros intereses.
Es otra alternativa a la común participación sin conocer las propuestas políticas. La gente carga banderitas y vota por canciones. Se deleita en imágenes afines a lo que puede aproximarse a su condición económica y social, a los anhelos creados por la propaganda. Cree en lo que dicen los candidatos que se va a hacer pero no cuestionan el cómo. Endulzados con playeras y cien quetzales al día “participan” haciendo campaña. Hay una subordinación heredada. Una subalternidad que no termina de despertar porque su desinterés por el compromiso real de participación está mermado por la relación social denominada trabajo y la indiferencia.
Vinculado a ello, se asume que solamente con votar se resuelven los problemas. Se descarga la responsabilidad en la figura del presidente. Se piensa que la culpa es de él y no resultado de un sistema que requiere de la expoliación humana para mantenerse. Por eso es que a cada final de período de gobierno se acumula una serie de lamentos y enojos, mismos que denotan la perversión interiorizada que portamos bajo el miedo que generan la falta de seguridad y de trabajo.
Las ansias provocadas por estos problemas se convierten en cortinas de humo que ocultan sus razones históricas y estructurales. Por eso, con alevosía y ventaja, los diferentes candidatos prometen lo irresoluble en tanto no explican cómo lo harán. Es suficiente para ellos hablar de erradicar la violencia, crear clima de inversión para generar empleo y escudarse en las figuras de jóvenes candidaturas como lo novedoso de la disputa. Nadie habla de cultura, educación y empleo con derechos. Los ofrecimientos son de flexibilización laboral y competitividad. La imagen es otra, el fondo es el mismo y la propaganda aturde.
El Tribunal Supremo Electoral a través de la Ley Electoral y de Partidos Políticos debiera prohibir el uso desmedido de recursos en propaganda (reformar los artículos 219-223). Sería más sano obligar a los partidos a realizar foros comunitarios en toda la república para construir y discutir permanentemente los programas de gobierno. En vez de gastar desiguales cantidades de dinero en foros presidenciales donde el debate es ausente y se prodigan falsas promesas, se debiera involucrar a la población en la elaboración de proyectos locales y nacionales.
Falta una revisión ética, política y filosófica de los partidos. No son más que marcas que ofrecen, desesperadamente, transformaciones casi imposibles de concretar en nuestro momento. Debiéramos preguntarnos: ¿por qué tantos partidos participan en estas elecciones? ¿en realidad tienen interés de cambiar la situación que vivimos o buscan la legitimación política que valide formas y personajes para reacomodar las marañas típicas de poder, corrupción y reproducción de la violencia del capital? ¿qué es lo que como ciudadanos queremos y podemos hacer fuera de los mecanismos tradicionales de hacer política?
Ni el voto estratégico, ni el voto convencido, menos el voto nulo van a salvar al país. Habiendo sacado del cuadrilátero a Sandra Torres, la tranquilidad ha vuelto al ruedo. Esa era la única preocupación real en la disputa del poder político. Y más que por una lucha política honesta fue por misoginia, la defensa de la propiedad privada y el control de los recursos estatales. No es de extrañar que próximamente asistamos a la agonía del Estado y sus restos sean velados durante los siguientes cuatro años. La única función del Estado será garantizar servicios de seguridad para la defensa del “Estado de Derecho” del empresariado nacional y transnacional.
Al ritmo de canciones propias de la época, la izquierda institucional seguirá batallando por no desaparecer de la forma de hacer política que alguna vez cuestionó. Las dos expresiones más groseras de la derecha, PP y CREO, se alistan a darle continuidad a lo que siempre hemos tenido: velar por los intereses que representan y debido a que, geopolíticamente, cualquiera que ganara, cumpliría con una labor de obediencia.
El temible partido Lider seguirá empeñado en demostrar el peligro que representa al hacer cualquier cosa por satisfacer una marca, un ego personal y no por un programa de gobierno. Los unionistas continuarán mostrando al mundo quién es el “jefe” y cómo Dios, posiblemente, gobernará a través de una candidata que desconoce la cultura de Guatemala. Todos seguiremos escuchando sobre “valores” pero no sabremos cuáles, ni cómo, ni por qué servirán para enderezar el rumbo del país. Los demás partidos no pasarán de participar y quedarse en intentos vanos de lograr cuotas de poder político.
Por eso, el no votar es, a mi criterio, la mejor elección política. No necesitamos mantener la ficción de ciudadanía. Requerimos una ruptura radical que emerja de la gente y no el continuismo de las formas típicas de hacer política. Un Estado distinto y una nación diferente solamente pueden hacerse desde la gente y no desde las formas corruptas que hemos heredado. No desde esa trama adormecedora llamada elecciones. Votar dejará de ser una ilusión cuando asumamos la construcción de democracia desde nuestro hacer cotidiano y no a cada cuatro años delegando responsabilidades y culpas al gobierno sin comprender la sociedad como una totalidad. Cuando decidamos construir una sociedad más justa desde abajo y no desde las estructuras tradicionales.
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