Por ello no podemos decir negros, sino gente de color, y siempre debemos hacer la referencia explícita de género diciendo bienvenidos y bienvenidas, los y las presentes, o utilizando esa jerigonza de l@s niñ@s. No se debe decir discapacitados, sino gente especial. Hay que decir homosexuales y jamás mencionar maricones. Se debe usar tercera edad en vez de ancianos, hacer referencia a los ciegos como no videntes y evitar usar la palabra gordo, que se debe reemplazar por persona con problemas alimentarios. De igual modo, es políticamente correcto hablar de pueblos originarios en vez de indios o de trabajadoras del sexo en vez de prostitutas. Sirvienta debe sustituirse por colaboradora doméstica, y nunca se debe decir exborracho, sino alcohólico recuperado. ¿Y matria por patria? ¿Sororidad por fraternidad?
La intención que mueve toda esta práctica es loable: es el intento de poner en evidencia situaciones de exclusión, de discriminación, de flagrante injusticia. Su visibilización —al menos en el lenguaje— es un primer paso para luchar por su erradicación. Tener un lenguaje políticamente correcto sería una manera de comenzar a luchar por un cambio. Pero ¿cambian efectivamente las cosas por un cambio en su designación?
¿Qué representa entonces la corrección política? ¿Es una manera cortés de decir las cosas? ¿Una forma socialmente aceptada de presentar los hechos, con diplomacia, con tacto? ¿Es una actitud de ecuanimidad, de equidistancia para con todos? ¿Un real intento de transformación de las injusticias?
Insistimos: puede ser un primer paso para sacar a luz ciertos problemas, para ponerlos en debate. Pero hay que tener cuidado de no caer en un puro ejercicio cosmético, en un gatopardismo funcional al statu quo. El lenguaje políticamente correcto tiene sus raíces en posiciones de izquierda, pero el discurso conservador también puede apropiarse de él con intereses de maquillaje. Lo que se debe cambiar, además del lenguaje, son fundamentalmente las actitudes de base para con los fenómenos en cuestión y las políticas públicas que los enmarcan. Por el hecho de decir pueblos originarios, ¿cambian efectivamente las relaciones sociales que marginan a los inditos, a los pinches indios, a los históricamente excluidos? ¿Mejoran su situación social las mujeres que ejercen la prostitución al ser llamadas trabajadoras sexuales? ¿Cómo y en qué mejoran?
[frasepzp1]
Esta invasión de corrección política que vivimos intenta comenzar a remediar una situación ancestral, pero también comporta el riesgo de crear un nuevo maniqueísmo —injusto y absurdo como todos— donde lo correcto (como siempre, de difícil definición y, por supuesto, de mi lado) está en concordancia con el bien y lo incorrecto políticamente (detentado por los otros) representa el mal.
Como todas las formalidades, también la corrección política afronta el peligro de terminar siendo un gesto vacío y, para el caso, peligroso. Peligroso, pues puede ayudar a dar la sensación de que ha cambiado la esencia de un problema, siendo que en realidad solo cambió su denominación. La situación de las mujeres en el mundo sigue siendo de fenomenal diferencia respecto a los varones, por ejemplo, aunque machaconamente pongamos la marca de género en cada palabra. Claro que ese cambio de lenguaje puede implicar un cambio de actitud, pero también puede servir solo para barnizar la realidad.
La política —el arte de gobernar, de dirigir, de moverse en la polis— difícilmente puede ser correcta. El ejercicio del poder es eso: puesta en acto del poder. ¿Cómo, entonces, pretender corrección en algo que casi por definición rehúye la idea de lo correcto? ¿Ser políticamente correcto es no ser ofensivo? El discurso diplomático también lo es. ¿Eso buscamos?
Si pretendemos no discriminar, más que insistir —por ejemplo— en el género de las palabras que usamos (contentos y contentas, todos y todas), debemos partir de ver y hacer ver por qué hay discriminación y qué acciones se deben tomar para acabar con ella. El uso (o, si se prefiere, el abuso) del lenguaje políticamente correcto puede recordarnos el dicho: «De lo sublime a lo ridículo solo hay un paso».
Más de este autor