Han logrado escapar de los grupos de criminales que asechan y atacan a quienes alcanzan a “la bestia”, es decir, logran subirse al techo del tren que recorre la ruta que les acerca a la frontera. Llegan a la frontera y caminan hacia el desierto, sorteando segundo a segundo, los riesgos que les esperan. Desde la persecución implacable de “la Migra”, hasta las agresiones violentas de grupos organizados para perseguir inmigrantes.
Hace algunos años la meta alcanzada después de las dificultades del camino era llegar a un punto seguro, ubicarse laboralmente y enviar mensualmente la remesa respectiva para el sostén familiar. Ahora, la primera meta casi se ha vuelto el tan solo conservar la vida. No morir en el intento de llegar “al otro lado”, no solo por el ambiente adverso al transitar en un desierto que les quema el cuerpo y el alma, sino también por los grupos que desde territorio mexicano empiezan a llenar esa tierra de fosas comunes, alimentadas con cuerpos de inmigrantes abandonados a su suerte.
Mientras las fosas en uno y otro lado de la frontera acumulan cuerpos no identificados de hombres, mujeres y niños, las calles de los pueblos cercanos a la frontera sur de Estados Unidos acumulan los pasos de mujeres y hombres que llevan en la mano una foto, preguntando por algún ser querido que cruzó y de quien no tienen noticias. Son la “gente que busca gente” y que en la mayoría de los casos se queda sin respuesta.
Al mismo tiempo, otra gente pone cruces en un gigantesco cementerio ubicado en la parte de atrás del cementerio Terrace Park en Holtville, California. Allí hay 700 tumbas con sendas cruces que muestran la leyenda “no olvidado”, “no olvidada”, Jhon Do (si el cuerpo es de un hombre adulto o niño) y Jane Do (si es un cuerpo femenino). Son los cuerpos que han sido encontrados en el trayecto del desierto y que ha sido posible rescatar para el proceso de necropsia. Algunos muestran señales de violencia extrema infligida por sus asesinos. Otros evidencian las marcas de la extrema temperatura en el desierto. En ocasiones, los integrantes de la agrupación Ángeles de la Frontera solo encuentran la ropa abandonada, a cuyo lado colocan una cruz.
Al igual que “Las Patronas”, el colectivo de mujeres que se organiza en el trayecto del tren en México para “colgar” agua y comida para los migrantes que van en “la bestia de metal”, los Ángeles de la Frontera” actúan generosamente con seres que no conocen y que quizá ni siquiera son sus paisanos.
Por el contrario, aquí, en Guatemala, un país de tradición expulsiva que lleva a jóvenes, hombres y mujeres a la aventura de la muerte en busca de un futuro incierto, la indiferencia nutre la actitud social hacia el migrante. A pesar de que en los últimos tres años han sido expulsados más de 85 mil connacionales tan solo de Estados Unidos —México también ha expulsado cerca de 40 mil guatemaltecos y guatemaltecas—, ni el Estado ni la sociedad impulsan acciones efectivas en favor de su situación. Si bien en los últimos años ha habido algún programa que con timidez intenta “darles la bienvenida”, esta no siempre es tal puesto que terminan retornando a sus hogares sin empleo, endeudados y en ocasiones, con los traumas del trayecto infernal que debieron hacer antes de ser deportados.
La indiferencia que se torna perversa al solo evaluar el monto de las remesas que superan los US$4 mil millones al año, hace contar con quienes o están legales —la minoría— o aún no han sido cazados para la deportación. Una vez en manos de “la migra” y de vuelta a Guatemala, dejan de contar y pasan al olvido. Prácticamente “desaparecen”, como los que son buscados por la gente que busca gente. En tiempo de campaña y más que ofrecer “el voto en el extranjero”, no se aprecia una propuesta inteligente para proteger a las y los inmigrantes en la ruta hacia “el otro lado”. Mucho menos, hay propuestas para mejorar la situación económica en el país, que resuelva en definitiva la necesidad de emigrar de las familias empobrecidas.
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