En ninguna ciudad y en ningún país se puede esperar que los políticos, por muy competentes o populares que sean, ofrezcan una respuesta inmediata a la prestación de servicios en general, y menos a las necesidades más sentidas de la población, sobre todo a las de los más desprotegidos históricamente.
En realidad —y especialmente en países en desarrollo con baja calidad en la gestión pública—, la expectativa es la de incapacidad burocrática en el escenario menos grave y, como se ha evidenciado con hartazgo en el caso guatemalteco recientemente, el de la corrupción en el más dramático de los escenarios.
Pero, por muy lenta que pueda ser la respuesta, de igual forma hay que canalizar las demandas por la vía institucional. Y para que reciban audiencia y respuestas concretas, deben ser acompañadas por una constante presión y vigilancia de la ciudadanía. No hay de otra.
Decía yo que esta era la paradoja de la democracia: votar por representantes con la expectativa de que gobernarán por el bien común, pero luchar contra ese mismo sistema de representación por medio de sus instituciones, con el fin de formular demandas puntuales que satisfagan libertades y derechos individuales para los cuales el sistema no ofrece una respuesta automática.
Pero la teórica política Chantal Mouffe lo explica mejor. La paradoja democrática, según la estudiosa, reside en que «los principios democráticos de participación y de soberanía se asocian a una identidad colectiva que corre el riesgo de dejar en suspenso los derechos de libertad e igualdad individuales. Por su parte, los principios liberales de libertad e igualdad individuales son incapaces de fundamentar la unidad política colectiva, donde necesariamente han de ejercerse. La incapacidad de las democracias liberales modernas para responder adecuadamente a este conflicto deriva de su incapacidad para comprender la paradoja sobre la que se han construido»[1]. Mouffe también concluye que este antagonismo es un elemento constitutivo de lo político[2].
Lo anterior da pie para tratar de interpretar, a un nivel mucho más micro, el dilema en el cual se encuentra la sociedad guatemalteca luego de las protestas ciudadanas que lograron deponer al gobierno de Pérez y Baldetti por actos de corrupción. ¿Cuál será el devenir de la ciudadanía una vez concluidas las elecciones del 25 de octubre?
A juzgar por el recuento de eventos que movilizaron a millares de personas entre abril y septiembre, el impulso fue dado por apenas unos cuantos individuos indignados que lograron catalizar el hastío generalizado de las capas medias urbanas hasta articular a varios sectores a nivel nacional. Esa paradoja democrática fue aparentemente superada al darse una confluencia de intereses individuales y colectivos dentro de las reglas del juego. Pero, si bien tirios y troyanos cruzando ideologías y clases sociales lograron coincidir en una agenda mínima (la lucha contra la corrupción y la impunidad), creo que es más interesante el antagonismo político resultante de la estrategia (o de la falta de ella) de dichas movilizaciones.
Interesan la disonancia y la crítica. Primero porque son inevitables y segundo porque reencauzan la actuación política. Como el canario en la mina. Importan las cuantas voces que hoy claman que se trató más bien de una manipulación, y no de un ejercicio legítimo y democrático de los ciudadanos; aquellas otras poco sorprendidas después del #6S porque, en lugar de crearse otra dinámica política reformista, solo se reprodujo un reacomodo de fuerzas en que nada cambió, ya que seguramente la derecha extrema saldrá victoriosa a finales de octubre; o el editorial que pregunta si el péndulo se mueve hacia la restauración del antiguo régimen a menos que la sociedad civil e instituciones como la Cicig y el MP vuelvan a moverse en conjunto como al ritmo de un tango.
Porque en la divergencia está el meollo de lo político, y es en esa politización en la que se puede profundizar la democracia con una agenda renovada para la refundación del Estado, la revisión del sistema de desarrollo que elimine las inequidades y un plan de acción que constantemente exija rendición de cuentas. De ser así, entonces la generación del 15 se afianzará en la historia como un movimiento social atípico de una democracia radical, parafraseando a Mouffe, y no en una acotada campaña cívica anticorrupción.
[1] Tomado de La filosofía política de Chantal Mouffe, en Webdianoia.
[2] Ídem.
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