Con la imaginación echamos un vistazo al salón. Se ha dado cita el quién es quién empresarial. En el sitial de honor está el presidente, vestido con la indumentaria típica del sector: traje sastre y corbata.
Toma la palabra Jorge Briz, segundo vicepresidente del Cacif. Como líder perenne de la Cámara de Comercio, es una auténtica autoridad ancestral entre los empresarios. La reunión fue organizada para tratar asuntos de comercio electrónico, pero Briz aprovecha para tocar un tema que le preocupa: «Presidente, necesitamos relajar la cuarentena, que nos está matando el comercio».
El presidente estalla en cólera e interrumpe a Briz. Le reprocha que no está allí para escuchar «una sarta de inconsistencias» cuando claramente los números indican que debe prevalecer el criterio de salud pública sobre el interés comercial. «Seguramente», replica Briz, agachando la cabeza mientras aguanta parado la amonestación.
Absurdo, ¿verdad? Ni en cien años esperamos ver tal escena. Y sin embargo, cambiando los actores, es exactamente lo que ocurrió la semana pasada: para algunos casos, el presidente piensa que su mandato incluye el permiso de regañar a los ciudadanos. Y no a cualquier ciudadano, sino a aquel que ya posee liderazgo y representación de otros.
La salida de tono del presidente en su reunión con líderes indígenas de Comalapa no es un incidente sin importancia. Menos aún una excepción. Contrario a lo que afirma Pedro Trujillo en Con Criterio, hablar no es como hacer contabilidad: con 59 minutos de civilidad no se desquita 1 de abuso. Es precisamente ese minuto el que revela de qué se trata la conversación, pues subraya los límites de lo permitido.
Lo que el presidente hace al maltratar verbalmente a un líder indígena es poner mojones: igual que cuando ataca a un periodista que hace su trabajo investigativo o remata contra el Procurador de los Derechos Humanos, marca los vértices que delimitan el Estado que él gobierna. Y, como el perro, que solo orina las esquinas, no hace falta buscar pleito todo el tiempo: solo cuando cuenta.
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Por eso usted no ve al presidente despotricar contra los líderes religiosos que se entrometen en la educación ni lo ve regañar a la élite empresarial cuando contraría las obvias necesidades de salud pública de la pandemia. Tampoco arenga enojado contra generales y coroneles del Ejército a pesar de la extendida corrupción en esta institución. Todos ellos están plenamente dentro de los límites del coto encargado a Giammattei, dentro del Estado perverso. Pero, como es un Estado de medida enana, no da para incluir indígenas, así como tampoco da para incluir justicia.
Para nosotros, ciudadanos, el asunto es como el juego de unir los puntos. Y no hace falta un doctorado en ciencias políticas para descifrar el dibujo. Así como alcanza con seguir los números para dibujar la imagen, aquí basta con preguntar a quién recrimina Giammattei y a quién no toca, quién queda dentro y quién fuera de la frontera que marcan sus exabruptos, si eso fueran.
Seis meses de gestión lo dejan claro por si 20 años de campaña no lo hubieran hecho. Dentro de su frontera está un conjunto al que sirve con fidelidad desde el primer día: élite empresarial, cúpula militar, legisladores vendidos, Iglesias empresa con nexos en el Norte e intereses mineros, por contar nomás los obvios. Más importante es quién queda fuera, quién debe ser excluido: indígenas organizados que no callan ni obedecen, gente que reclama derechos humanos, quienes buscan reformar el sistema judicial y hasta una exministra de salud y diputada a la que Giammattei intenta infructuosamente descalificar a punta de mansplaining.
Si los linderos le parecen conocidos, es porque ya los hemos visto antes. Giammattei marca los mismos confines que delimitó Pérez Molina. Es la misma frontera que consolidó el siempre traicionero Jimmy Morales. No se engañe: aquí no hay imprudencia, aquí no hay exabrupto. Aquí lo que hay es otro perro guardián, otro capataz que sale a hacer la ronda de la cerca para evitar que a la finca se entren esas molestas raposas: la democracia y la justicia.
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